Represalias evangélicas
El partido de Dios -entendámonos, del Dios católico, segunda parte de Jehová- camina de descalabro en descalabro. Los productos de la manufactura romana van bajando en plaza. La mercadería laica, más barata, confeccionada a la vista, y con buen reclamo, desaloja a la otra. En Francia el desastre es tal, que el Papa no ha intentado una sola estratagema. España, que teníamos por ensotanada para siempre, inicia un vago movimiento contra la Santa Iglesia. Esto es suficiente a enloquecer al episcopado, ya furioso y prevenido por los últimos acontecimientos. Los ministros del suave Jesús se preparan a vengarse cruelmente.
Dios, para ser popular, tuvo que hacerse vengativo. El miedo es lo que ata a los hombres más fuertemente entre sí, y a los hombres con Dios, porque la ira y el encarnizamiento son más humanos que el amor, y Dios, para subsistir en los hombres, debe ser humano ante todo. La venganza es el acto fundamental del Todopoderoso, y sus sacerdotes, al practicarla, se ajustan a la legítima tradición apostólica. Los obispos de hoy son tan ortodoxos como los dignatarios del Santo Oficio. Su anhelo es venerable, porque para ellos vengarse es triunfar nuevamente, devolver su gloria, un instante oscurecida, al natural Señor de ella.
Pero ¿de qué manera se vengan los obispos? Aquí entra lo original. Han boicoteado a los liberales españoles, a los parientes de los liberales, y a los que leen los diarios liberales. Se resisten a administrar los sacramentos a los boicoteados. Niegan los funerales y las indulgencias «a los muertos cuyas familias publiquen sus avisos» en los mencionados periódicos. Era lógico que la Iglesia cerrara su aduana a los que trafican con el enemigo. El libre cambio es fatal al Vaticano, y la guerra religiosa resulta en el fondo una guerra de tarifas. Sin embargo, un punto extraño queda en la resolución vengadora: la persecución a los muertos.
El Purgatorio existe; hemos de creerlo, aunque no fuera sino por los millones que ha producido. El Purgatorio es una mina de almas, la mejor propiedad del clero; allí los difuntos en cuarentena sufren torturas espantosas, durante miles de años, hasta que el Padre de misericordia infinita se da por satisfecho y descorre el cerrojo. El plazo depende también de los obispos; la pena, a semejanza de la de los presidiarios, puede ser conmutada y acortada por la caprichosa generosidad de los personajes en candelero. Sólo que no se trata aquí de generosidad, sino de precio. El tormento de nuestros padres fallecidos se compra. Sus dolores sin cuento dependen de nuestro bolsillo. Mas si hemos anunciado los funerales en un diario liberal, estamos frescos; no hay mostrador para salvar a nuestro padre.
El Dios del Sinaí reventaba a los vivos. El Dios de Pío X comprende que «su reino no es de este mundo», y revienta a los muertos. No son nuestros hijos hasta la cuarta generación los amenazados por la cólera divina, sino nuestros abuelos y bisabuelos hasta la cuarta generación. El efecto retroactivo de las nuevas disposiciones es extraordinario, sin precedente en la historia. Las ánimas, las pobres ánimas que se nos aparecen de cuando en cuando, implorando con sus tristes miradas de espectro un alivio a los suplicios que padecen, estarán consternadas. Sobre ellas, inocentes sombras desvanecidas en la gran sombra augusta de la muerte, cae el peso entero de la rabia eclesiástica.
A esto se reduce la venganza de los herederos de Dios; a atizar el fuego pueril de las calderas del purgatorio. A esto se ha rebajado la grandeza de una organización colosal, que llenó quince siglos con los milagros de sus mártires, la ciencia de los monjes y el fausto admirable de su trono. Y en Francia, ¿se ha encontrado algo menos ridículo? ¡Sí!, han encontrado un desquite magnífico; han quemado azufre en los templos, para hacer estornudar a los soldados.
Publicado en "Los Sucesos", Asunción, 17 de enero de 1907.