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Lux veritatis

De Wikisource, la biblioteca libre.
Lux veritatis (1931)
de Pío XI
Traducción de Wikisource de la versión oficial latina
publicada en Acta Apostolicae Sedis vol. XXIII, pp. 493-517.


ENCÍCLICA
A LOS VENERABLES HERMANOS PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS, Y OTROS ORDINARIOS EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA. EN LA CELEBRACIÓN DEL DECIMOQUINTO CENTENARIO DEL CONSILIO ECUMÉNICO DE ÉFESO


PÍO XI
VENERABLES HERMANOS
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA

La historia, luz de la verdad y testimonio de los tiempos, debidamente consultada y examinada con diligencia, enseña que la promesa hecha por Jesucristo: "Yo estoy con vosotros ... hasta el fin de los siglos"[1], nunca ha fallado en su Iglesia y, por lo tanto, nunca fallará en el futuro. De hecho, cuanto más furiosas sean las olas con las que se estrelle el barco de Pedro, más pronta y vigorosa experimentará la ayuda de la gracia divina. Y esto sucedió de manera muy singular en los primeros tiempos de la Iglesia; no solo cuando el nombre de cristiano se consideraba un crimen execrable digno de ser castigado con la muerte, sino también cuando se puso en seria prueba la verdadera fe de Cristo, especialmente en las regiones de Oriente, por la perniciosa perfidia de los herejes, De hecho, cuando los perseguidores de cristianos, uno tras otro, desaparecieron miserablemente, y el propio Imperio Romano cayó en ruinas, todos los herejes, ramas casi marchitas[2] al estar desgajadas de la divina vid, ya no pudieron recibir la savia vital ni dar fruto.

La Iglesia de Dios, en cambio, en medio de tantas tormentas y vicisitudes de las cosas pasajeras, confiando únicamente en Dios, continuó su camino en todo momento con paso firme y seguro, sin dejar nunca de defender vigorosamente la integridad del sagrado depósito de la verdad evangélica que le ha confiado el Fundador divino.

Estos pensamientos vuelven a nuestras mentes, Venerables Hermanos, mientras se preparan para hablaros en esta Carta de aquel acontecimiento verdaderamente feliz que fue el Concilio celebrado en Éfeso hace quince siglos, en el que, tal como se puso al descubierto la astuta arrogancia de los descarriados, así brilló la fe inquebrantable de la Iglesia, sostenida por la ayuda divina.

Sabemos que por nuestro consejo[3] se crearon dos Comités de hombres doctísimos, encargados de promover de la manera más solemne las conmemoraciones de este centenario, no solo aquí en Roma, capital del orbe católico, sino en todos los lugares que contaban con gente adecuada. Tampoco ignoramos que las personas a las que encomendamos este especial encargo trabajaron arduamente para promover esta saludable iniciativa, sin escatimar esfuerzos ni preocupaciones. Sólo podemos felicitarnos por esta presteza, apoyada, se puede decir, en todas partes por el consentimiento voluntario y verdaderamente admirable de los obispos y de los mejores laicos, pues confiamos en que con ello la causa católica obtendrá grandes ventajas para el futuro.

Pero considerando atentamente este acontecimiento histórico y los hechos y circunstancias relacionados con él, estimamos conveniente que, en esta última parte del centenario y en el aniversario del tiempo sagrado en que Beatísima Virgen María "dio a luz al Salvador", Nosotros mismos, por el oficio apostólico que Dios nos ha confiado, os dirijamos una encíclica en la que tratemos con vosotros este tema que es, sin duda, de suma importancia. Al hacer esto, alimentamos la firme esperanza de que nuestras palabras no solo serán agradables y útiles para vosotos y para vuestros fieles, sino que confiamos que, si son cuidadosamente meditadas con un espíritu deseoso de la verdad por aquellos de nuestros amados hermanos e hijos que están separados de la Sede Apostólica, ellos, convencidos por la historia, maestra de la vida, no dejen de experimentar al menos la nostalgia del único rebaño bajo el único Pastor y del retorno a esa fe verdadera, que se mantiene celosamente segura e inviolada en la Iglesia romana. De hecho, en el método seguido por los Padres y en todo el desarrollo del Concilio de Éfeso, al oponerse a la herejía de Nestorio, tres dogmas de la fe católica brillaron especialmente a los ojos del mundo con toda su luz, y los trataremos de manera especial. Ellos son: que en Jesucristo una es la persona, y esta es divina; que todos deben reconocer y venerar a la Santísima Virgen María como la verdadera Madre de Dios; y finalmente, que en el Romano Pontífice, en los asuntos concernientes a la fe y la moral, por institución divina se encuentra la autoridad suprema, suma e independiente sobre todos y cada uno de los cristianos

I

Por tanto, para proceder con orden en esta cuestión, hacemos nuestra esa exhortación sentenciosa del Apóstol de los Gentiles a los Efesios: "Reunámonos hasta que lleguemos todos a la unidad de fe y conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto en la medida que convenga a la plena madurez de Cristo. Esto es, para que ya no seamos como niños sacudidos por las olas y llevados aquí y allá por cualquier viento de doctrina, según el engaño de los hombres, con su astucia que tiende a engañar. Al contrario, viviendo según la verdad en la caridad, tratamos de crecer en todo hacia Él, Cristo, que es la cabezade quien todo el cuerpo, bien organizado y conectado, mediante la colaboración de cada articulación, según la propia energía de cada miembro recibe la fuerza para crecer para edificarse en la caridad"[4]. Estas exhortaciones del Apóstol, tal como fueron seguidas con tan admirable unidad de espíritu por los Padres del Concilio de Éfeso, queremos que todos, sin distinción, silenciando todos los prejuicios, las consideren dirigidas a ellos mismos y las pongan en práctica con alegría. Como es sabido por todos, el autor de toda la controversia fue Nestorio; sin embargo, no en el sentido de que la nueva doctrina hubiese florecido enteramente de su ingenio y su estudio, ya que ciertamente la derivó de Teodoro, obispo de Mopsuestia; pero él, elaborándola posteriormente con mayor amplitud y renovándola con cierta apariencia de originalidad, se dedicó a predicarla y difundirla por todos los medios con un gran aparato de palabras y sentencias, dotado como estaba de una singular facultad. Nacido en Germanicia, una ciudad de Siria, fue a Antioquía cuando era joven para ser educado en las ciencias sagradas y profanas. En esta ciudad, entonces muy famosa, profesó por primera vez la vida monástica; pero luego, voluble como era, abandonó este tipo de vida y se ordenó sacerdote y se dedicó totalmente a la predicación, buscando el aplauso humano más que la gloria de Dios. La fama de su elocuencia despertó tanto favor en el público y se extendió tanto que, llamado a Constantinopla, en ese tiempo desprovista de Pastor, fue elevado a la dignidad episcopal, ante una no pequeña y general expectación. En esta ilustre sede, en lugar de abstenerse de las máximas perversas de su doctrina, continuó enseñándolas y difundiéndolas con mayor autoridad y audacia.

Para entender bien la cuestión que se planteaba, es útil aquí mencionar brevemente a los principales líderes de la herejía nestoriana. Ese arrogante varón, juzgando que dos hipóstasis perfectas, a saber, la humana de Jesús y la divina del Verbo, se habían juntado en una persona común, o "prosopo" (como él decía), negó esa admirable unión sustancial de las dos naturalezas, que llamamos hipostática; por tanto, enseñó que el Verbo Unigénito de Dios no se había hecho hombre, sino que se encontraba presente en carne humana como en su morada, para su beneplácito y para la virtud de su operación. Por tanto, Jesús no debería llamarse Dios, sino "Teóforon" o portador de Dios[a]; de una manera no muy diferente de aquella por la que los profetas y otros santos, es decir, por la gracia divina que les fue concedida, pueden llamarse portadores de Dios. De estas máximas perversas de Nestorio se seguía que había que reconocer en Cristo a dos personas, una divina y otra humana; y necesariamente, en consecuencia, que la Santísima Virgen María no era verdaderamente Madre de Dios, o "Theotócos", sino más bien Madre de Cristo hombre o "Christotócos" o, a lo máximo, "Theodócos", es decir, sustentadora de Dios.[b][5].

Estos dogmas impíos, ya, no predicados en la oscuridad del secreto por un particular, sino abiertamente en público por el mismo obispo de Constantinopla, produjeron en las mentes, especialmente en la Iglesia oriental, una perturbación muy grave. Y entre los oponentes de la herejía nestoriana, que no faltaron ni siquiera en la capital del Imperio de Oriente, ocupa ciertamente el primer lugar, como reivindicador de la integridad católica, aquel hombre santo que fue Cirilo, Patriarca de Alejandría. Tan pronto como se enteró de la doctrina impía del obispo de Constantinopla, muy celoso no solo de sus hijos, sino también de sus hermanos errantes, defendió válidamente la fe ortodoxa entre los suyos, y luchó con espíritu fraternal para que Nestorio volviera a la norma de la verdad, enviándole una carta.

Habiendo fracasado, debido a la petinaz obstinación de Nestorio, en este intento caritativo, Cirilo, no menos buen conocedor que firme defensor de la autoridad de la Iglesia Romana, no quiso impulsar más la discusión ni pronunciarse con su autoridad en una causa tan grave, sin antes preguntar y escuchar el juicio de la Sede Apostólica. Escribió, por tanto, "al Bienaventurado y a Dios, Padre Celestino muy amado", una carta llena de deferencia, diciéndole entre otras cosas: "La antigua costumbre de las Iglesias nos lleva a comunicar causas similares a Vuestra Santidad ..."[6] . «Tampoco queremos abandonar públicamente la comunión con él (Nestorio), antes de comunicar este asunto a tu piedad. Por tanto, dígnate manifestarnos tu sentencia, para que podamos constatar claramente si nos conviene comunicarnos con quien favorece y predica una doctrina tan errónea. Por lo tanto, la integridad de tu mente y tu opinión sobre este asunto deben expresarse claramente por escrito a los piadosísimos y devotos obispos de Macedonia y a los pastores de todo Oriente "[7].

El mismo Nestorio no ignoraba la autoridad suprema del obispo de Roma sobre toda la Iglesia; y de hecho escribió repetidas veces a Celestino, esforzándose por probar su doctrina y por ganarse y cautivar el alma del santo Pontífice. Pero en vano; porque los propios escritos incompletos del heresiarca contenían errores importantes; y el Jefe de la Sede Apostólica, en cuanto los vio, poniendo inmediatamente la mano en el remedio para que la plaga de la herejía no se hiciera, por demora, más peligrosa, examinaos jurídicamente en un Sínodo los reprobó solemnemente y decretó que por todos debían ser reprobados.

Y aquí deseamos, Venerables Hermanos, que reflexionen detenidamente sobre cómo, en este caso, la forma de proceder del Romano Pontífice difiere de la seguida por el Obispo de Alejandría. De hecho, mientras ocupaba un estimado primer asiento de la Iglesia oriental, no quiso, como hemos dicho, resolver por sí mismo una controversia gravísima sobre la fe católica, antes de haber conocido bien el pensamiento de la Sede Apostólica. Celestino, por otra parte, reunico un Sínodo en Roma, habiendo considerado la causa cuidadosamente, en virtud de su autoridad suprema y absoluta sobre todo el rebaño del Señor, pronunció solemnemente esta decisión sobre el Obispo de Constantinopla y sobre su doctrina: "Sepa, pues, claramente", así le escribió a Nestorio, "que esta es nuestra sentencia: si no predicas acerca de Cristo, nuestro Dios, lo que afirman las Iglesias romana y alejandrina y toda la Iglesia católica, así como la sacrosanta Iglesia de Constantinopla ha mantenido correctamente hasta ahora. Así si, dentro de los diez días a contar desde el día en que hayas recibido noticia de esta indicación, no repudiaras, con una confesión clara y escrita esa pérfida novedad que pretende separar lo que une la Sagrada Escritura, serás expulsado de la comunión de toda la Iglesia Católica. Hemos enviado el texto de nuestro juicio sobre ti, con todos los documentos, a través de mi hijo recordado, el diácono Possidonio, al santo consacerdote mío, obispo de la ciudad de Alejandría antes mencionada, quien nos informó con más detalle de todo este asunto, para que, en nuestro nombre, se asegurase de que esta decisión nuestra sea conocida por ti y por todos los hermanos; porque todos deben saber lo que se está haciendo en lo que respecta a la causa de todos"[8].

Entonces la ejecución de esta sentencia fue delegada por el Romano Pontífice al Patriarca de Alejandría[c] con estas graves palabras: "Por tanto, fortalecido por la autoridad de nuestro sede, tomando nuestro lugar, ejecutarás esta sentencia con fuerza: o dentro de diez días, a contar desde el día de esta indicación, condena sus doctrinas perversas con una profesión escrita y confirma que considera la natividad de Cristo, nuestro Dios según la fe profesada por la Iglesia romana, por vuestra santidad[c] y por el sentimiento universal; o, si él no lo hace, inmediatamente vuestra santidad[c], proveyendo para esa Iglesia[d], sepa que será removido de nuestro cuerpo en todos los sentidos"[9].

Algunos escritores antiguos y modernos, para eludir la clara autoridad de los documentos referidos, expresaron su juicio sobre toda esta controversia, a menudo con una actitud de orgullo. Incluso admitiendo, dicen incosideradamente, que el Romano Pontífice había pronuncida una sentencia perentoria y absoluta, provocada por el obispo de Alejandría por su discordia con Nestorio, que él voluntariamente hizo suya; sin embargo, el hecho es que el Concilio, que se reunió más tarde en Éfeso volvió a juzgar toda la causa -ya juzgada y absolutamente condenado por la Sede Apostólica, desde el principio, ya juzgado y absolutamente reporbada por la Sede Apostólica- y con su autoridad suprema estableció lo que todos deben enender en esta cuestión. Por tanto, creen que pueden concluir que el Concilio Ecuménico disfruta de derechos mucho mayores y más fuertes que la autoridad del Obispo de Roma. Pero quien, con la lealtad de un historiador y con un espíritu despojado de prejuicios, observa con diligencia los hechos y los documentos escritos, no puede dejar de reconocer que esta objeción se basa en una falsedad y es sólo una simulación de la verdad. En primer lugar, cabe señalar que cuando el emperador[e], también en nombre de su colega Valentiniano, convocó el Concilio Ecuménico, la sentencia de Celestino aún no había llegado a Constantinopla y, por tanto, no se conocía allí en absoluto. En segundo lugar, al enterarse de la convocatoria del Concilio de Éfeso por los emperadores, no se mostró en absoluto en contra de ella; por el contrario, escribió a Teodosio[10] y al obispo de Alejandría[11] alabando la disposición y anunciando la elección del Patriarca Cirilo, los Obispos Arcadio y Proietto y el sacerdote Felipe, como sus legados, para presidir el Concilio. Al hacer esto, sin embargo, el Romano Pontífice no liberó la causa como aún no juzgada a la discreción del Concilio, pero sin perjuicio, como expresó, "lo ya establecido por nosotros"[12], confió la ejecución de la sentencia ya pronunciada a los Padres del Concilio, para que, si fuera posible, después de haber consultado y rezado a Dios juntos, hicieran todo lo posible por devolver al Obispo de Constantinopla a la unidad de la fe. De hecho, Cirilo habiendo preguntado al Papa cómo lidiar con ese asunto, es decir, si "el Santo Sínodo debe recibirlo (Nestorio) en caso de que condene lo que había predicado; o la sentencia ya pronunciada desde hace algún tiempo era válida, porque el tiempo de demora ya había expirado", respondió Celestino: "Que este sea el oficio de vuestra santidad junto al venerable Concilio de Hermanos, es decir, reprimir el alboroto que ha surgido en la Iglesia, y que mostremos, con la ayuda divina, que la cuestión ha concluido con la deseada corrección deseada. Tampoco decimos ya que no estamos en el Concilio, no pudiendo estar presentes a aquellos con quienes, estén donde estén, estamos unidos por la unidad de la fe ... Estamos aquí, porque pensamos qué se trata del bien de todos; tratamos presente en espíritu lo que no podemos tratar presente de cuerpo. Pienso en la paz católica, pienso en la salud de los que mueren, siempre que quieran confesar su enfermedad. Y esto lo decimos para que no parezca que fallamos a los que quizás quieran corregirse ... Que demuestre que No tenemos pies rápidos para derramar sangre, sabiendo que el remedio también se le ofrece”[13]. Estas palabras de Celestino demuestran su alma paternal y atestiguan claramente que solo anhelaba que la luz de la fe brillara en las mentes ciegas y que la Iglesia se alegraba con el regreso de los errantes; sin embargo, las prescripciones que hizo a los legados que partían para Éfeso son ciertamente tales que muestran el solícito cuidado con que el Pontífice ordenó que se mantuvieran intactos los derechos divinos de la Sede Romana. De hecho, leemos, entre otras cosas: "Mandamos que se mantenga la autoridad de la Sede Apostólica; porque esto es lo que dicen las instrucciones que se te dan, es decir, que debes estar presente en el Concilio y que si hay discusión, debes juzgar sus opiniones, no entrar en la lucha”[14].

Tampoco de otra madera se comportaron los legados, con el pleno consentimiento de los Padres conciliares. De hecho, obedeciendo con firmeza y fidelidad las referidas órdenes del Pontífice, cuando llegaron a Éfeso, habiendo terminado ya la primera sesión, pidieron que se les entregaran todos los decretos de la reunión anterior, para que pudieran ser ratificados en nombre de la Sede Apostólica: "Pedimos que nos cuentes qué se ha tratado en este santo Sínodo antes de nuestra llegada, para que, según el pensamiento de nuestro beato Papa y de este santo Concilio, también nosotros podamos confirmarlo ... "[15].

Y el sacerdote Felipe pronunció ante todo el Concilio esa célebre sentencia sobre el primado de la Iglesia romana, a la que se refiere la Constitución dogmática "Pastor Aeternus" del Concilio Vaticano[16]. Dice: "Nadie duda, de hecho lo saben todos los siglos, que el santo y bendito Pedro, príncipe y cabeza de los Apóstoles, pilar de la fe y fundamento de la Iglesia Católica, recibió las llaves del reino de Nuestro Señor Jesucristo, Salvador y Redentor de la raza humana, y que se le dio el poder de desatar y atar los pecados; y hasta este momento vive siempre en sus sucesores y ejerce juicio"[17].

¿Qué más? ¿Se opusieron los Padres del Concilio Ecuménico a este procedimiento de Celestino y sus legados? Absolutamente no, de hecho, quedan documentos escritos que muestran muy claramente su reverencia y respeto. Así, cuando los legados papales, en la segunda ronda del Concilio, leyendo la carta de Celestino, comunicaron entre otras cosas: "Hemos enviado, en nuestra preocupación, a los santos hermanos y sacerdotes, Arcadio y Proietto, obispos, y nuestro sacerdote Felipe, varones probadísimos, consacerdotes nuestros y unánimes con Nosotros, para que intervengan en vuestras discusiones y ejecuten lo que ya hemos establecido y a lo que no dudamos que vuestra santidad debe dar su consentimiento ... "[18], los Padres, lejos de rechazar esta sentencia como juez supremo, la aplaudieron unánimemente y saludaron al Romano Pontífice con estas aclamaciones honoríficas: "¡este es el juicio correcto! A Celestino, el nuevo Pablo, a Cirilo el nuevo Pablo, a Celestino guardián de la fe, a Celestino de acuerdo con el Sínodo, a Celestino todo el Concilio da gracias: uno Celestino, uno Cirilo, una la fe del Sínodo, una la fe del mundo"[19].

Como luego vino la condena y la reprobación de Nestorio, los mismos Padres del Concilio no creyeron que podían juzgar libremente el caso desde el principio, pero profesaron abiertamente haber sido impedidos y "forzados" por la respuesta del Romano Pontífice: "Sabiendo ... que él (Nestorio) siente y predica con maldad, forzado por los cánones y la carta del Santísimo Padre Nuestro y sacerdote Celestino, Obispo de la Iglesia Romana, derramando lágrimas, llegamos necesariamente a esta triste sentencia en su contra. Por eso Jesucristo, nuestro Señor, movido por sus voces blasfemas, a través de este santo Sínodo declaró al mismo Nestorio privado de la dignidad episcopal y separado de todo consorcio y reunión sacerdotal”[20].

Esta fue también la profesión que hizo Fermo, obispo de Cesarea, en la segunda sesión del Concilio, con las siguientes claras palabras: "La Santa Sede Apostólica y el Santísimo Celestino, con la carta dirigida a los obispos más religiosos, también prescribió previamente el juicio y la regla en torno a este caso; de acuerdo con ellos ... como Nestorio, citado por nosotros, no apareció, cumplimos esa sentencia, pronunciando el juicio canónico y apostólico contra él”[21].

Pues bien, los documentos que hemos mencionado hasta ahora prueban de manera tan evidente y significativa la fe ya entonces comúnmente vigente en toda la Iglesia en torno a la autoridad independiente e infalible del Romano Pontífice sobre todo el rebaño de Cristo, que nos recuerdan esa clara y espléndida expresión de Agustín sobre el juicio pronunciado unos años antes por el Papa Zósimo contra los pelagianos en su Epístola Tractoria: "En estas palabras, la fe de la Sede Apostólica es tan antigua y bien fundada, tan cierta y clara es la fe católica, que no es lícito a un cristiano a dudar de ella"[22].

¡Ojalá hubiese podido intervenir el santo obispo de Hipona[f] en el Concilio de Éfeso! ¡Cómo habría ilustrado los dogmas de la verdad católica con esa admirable agudeza de su ingenio, viendo el peligro de las discusiones, y cómo las habría defendido con su fuerza de espíritu! Pero cuando los legados de los Emperadores llegaron a Hipona para entregar la carta de invitación, no pudieron evitar llorar esa clarísima lumbrera de la sabiduría cristiana y su sede devastada por los Vándalos.

No ignoremos, Venerables Hermanos, que algunos de los que, especialmente en nuestros días, se dedican a la investigación histórica, no solo se esfuerzan en absolver a Nestorio de todas las acusaciones de herejía, sino también en acusar al santo obispo de Alejandría Cirilo como si él, movido por una rivalidad injusta, calumniara a Nestorio y trabajara con todas sus fuerzas para provocar su condena por doctrinas que nunca enseñó. Y los mismos defensores del obispo de Constantinopla no dudan en lanzar la misma gravísima acusación contra nuestro bendito antecesor Celestino, de cuya inexperiencia supuestamente abusó Cirilo, y contra el sacrosanto Concilio de Éfeso.

Pero contra tal ataque, no menos vanidoso que temerario, toda la Iglesia a través de los concilios ecuménicos, siempre celebrados bajo la guía del Espíritu Santo, ha proclamado unánimemente su reprobación, y en todo momento reconoció la condena de Nestorio como merecidamente pronunciada, consideró ortodoxa la doctrina de Cirilo y del Concilio de Éfeso.

Y de hecho, si bien se omiten muchos otros testimonios muy elocuentes, es válido el de muchos seguidores del propio Nestorio, que vieron los acontecimientos que se desarrollaban bajo sus propios ojos, y no estando vinculados a Cirilo por ningún vínculo; sin embargo, aunque empujados al contrario por la amistad con Nestorio, por el gran atractivo de sus escritos y por el ardor acalorado de las disputas, después del Concilio de Éfeso, como golpeados por la luz de la verdad, abandonaron gradualmente al hereje obispo de Constantinopla que, de acuerdo con la ley eclesiástica, debía evitarse. Y algunos de ellos ciertamente sobrevivieron, cuando Nuestro predecesor de feliz memoria, León Magno escribió al obispo de Marsala Pascasino, su legado en el Concilio de Calcedonia: "Bien sabes que toda la Iglesia Constantinopolitana, con todos sus monasterios y muchos obispos, dio su consentimiento y firmó la condena de Nestorio y Eutiques, y sus errores"[23]; y en la carta dogmática dirigida al emperador León, acusa abiertamente a Nestorio de hereje y maestro de herejía, sin que nadie lo contradiga. El escribe: Por tanto, debe ser condenado Nestorio, que consideraba a la Santísima Virgen María únicamente como madre del hombre y no de Dios, estimando la persona humana como distinta de la divina, y no considerando a un único Cristo en el Verbo de Dios y en la carne, sino separándolo y proclamando uno hijo de Dios, a otro hijo del hombre"[24]. Tampoco nadie puede ignorar que esto fue sancionado solemnemente por el Concilio de Calcedonia, que volvió a juzgar a Nestorio y alabó la doctrina de Cirilo. Asimismo, nuestro santísimo predecesor Gregorio Magno, tan pronto como fue elevado a la cátedra del Beato Pedro, después de haber recordado en su Carta sinodal a las Iglesias orientales, se expresa en torno a los cuatro Concilios ecuménicos, a saber, el de Nicea, el de Constantinopla, el de Éfeso y el de Calcedonia, con esta frase nobilísima y de máxima importancia: "… Sobre ellos se levanta, como sobre una piedra angular, el edificio de la santa fe; sobre ellos descansa toda la vida y la acción; el que no se apoya en ellos, aunque parezca de piedra, no obstante yace fuera del edificio"[25]. Por tanto, todos consideran cierto y manifiesto que Nestorio propagó verdaderamente errores heréticos, que el Patriarca alejandrino[g] fue el defensor invencible de la fe católica y que el Papa Celestino, con el Concilio de Éfeso, defendió la doctrina ancestral y la autoridad suprema de la Sede Apostólica.

II

Pero ha llegado el momento, Venerables Hermanos, de que pasemos a considerar más profundamente aquellos puntos de doctrina que, a través de la condena misma de Nestorio, fueron profesados ​​abiertamente y sancionados con autoridad por el Concilio Ecuménico de Éfeso. Pues bien, además de la condena de la herejía pelagiana y de sus defensores, entre los que se encontraba sin duda Nestorio, el principal argumento que allí se trató, y que fue confirmado solemne y unánimemente por aquellos Padres, se refería a la sentencia totalmente impía y contraria a las Sagradas Escrituras, defendido por este heresiarca; Por tanto, lo que él negó fue proclamado como absolutamente cierto, es decir, en Cristo hay una sola persona, la persona divina. En efecto, Nestorio, como dijimos, sostenía obstinadamente que el Verbo Divino está unido a la naturaleza humana en Cristo, no sustancial e hipostáticamente, sino por un vínculo meramente accidental y moral; y los Padres de Éfeso, condenando precisamente al obispo de Constantinopla, proclamaron abiertamente la verdadera doctrina de la Encarnación, que debe ser sostenida firmemente por todos. Efectivamente Cirilo, en sus epístolas y capítulos, previamente dirigidos a Nestorio y luego insertados en las Actas de ese Concilio, coincidiendo admirablemente con la Iglesia de Roma, defiende con palabras claras y repetidas su doctrina: "Por tanto, de ninguna manera está permitido dividir a nuestro único Señor Jesucristo en dos hijos… De hecho, la Escritura no dice que el Verbo asoció a la persona humana consigo mismo, sino que se hizo carne. Decir que el Verbo se hizo carne significa que él, como nosotros, se unió a la carne y la sangre; por tanto, hizo suyo nuestro cuerpo y nació hombre de mujer, sin abandonar, sin embargo, la divinidad y la filiación del Padre: permaneció, por tanto, en la misma asunción de la carne, siendo lo que era"[26].

En efecto, como sabemos por las Sagradas Escrituras y por la tradición divina, el Verbo de Dios Padre no estaba unido a un hombre, subsistiendo ya en sí mismo, sino que uno y el mismo Cristo es el Verbo de Dios existente ab aeterno en el seno del Padre y hecho hombre en el tiempo. Dado que la admirable unión de la divinidad y la humanidad en Cristo Jesús, Redentor del género humano, que con razón se llama hipostática, es precisamente lo que se expresa de manera irrefutable en las Sagradas Escrituras, cuando el Cristo único no sólo se llama Dios y hombre, sino que también se describe en el acto de obrar como Dios y como hombre, y finalmente, en el acto de morir como hombre y de resucitar gloriosamente de entre los muertos como Dios. En otras palabras, lo que se concibe en virtud del Espíritu Santo en el seno de la Virgen, nace, yace en el pesebre, es llamado hijo del hombre, sufre y muere cogado de la cruz, es el mismo que el Padre Eterno, de manera milagrosa y solemne, ha proclamado "mi Hijo amado"[27], con poder divino concede el perdón de los pecados[28], devuelve la salud a los enfermos en virtud de su propia virtud[29] y devuelve la vida a los muertos[30]. Ahora bien, todo esto, si bien demuestra claramente que hay dos naturalezas en Cristo, de las cuales proceden las operaciones humanas y divinas, no menos evidentemente atestigua que Cristo es uno, Dios y Hombre al mismo tiempo, por esa unidad de la persona divina, por la que se dice "Theànthropos".

Además, no hay quien no vea cómo esta doctrina, enseñada constantemente por la Iglesia, es probada y confirmada por el dogma de la redención humana. En efecto, ¿cómo pudo Cristo haber sido llamado "el primogénito entre muchos hermanos"[31], ser herido por nuestra iniquidad[32], y redimirnos de la esclavitud del pecado, si no hubiera sido investido de naturaleza humana, como nosotros? Y así mismo, ¿cómo pudo aplacar completamente la justicia del Padre celestial, ofendido por el género humano, si no se le hubiera dado, por su persona divina, una dignidad inmensa e infinita?

Tampoco es legítimo negar este punto de la verdad católica sobre la base de que, si se dijera que nuestro Redentor está desprovisto de la persona humana, podría parecer, por tanto, que su naturaleza humana carecía de alguna perfección y, por tanto, se volvería, como hombre, inferior a nosotros. Ya que, como observa sutil y sabiamente Santo Tomás de Aquino, "la personalidad en el tiempo pertenece a la dignidad y perfección de algo, en la medida en que pertenece a la dignidad y perfección de esa cosa el existir por sí misma, que se entiende por el nombre en persona. Pero es más valioso para alguien existir en otro yo superior que existir para uno mismo; por tanto, la naturaleza humana tiene mayor dignidad en Cristo que en nosotros, porque en nosotros, existiendo casi por sí misma, tiene su propia personalidad; en Cristo, sin embargo, existe en la persona del Verbo. Asimismo, el ser completo de la especie pertenece a la dignidad de la forma; sin embargo, la parte sensible es más noble en el hombre debido a la conjunción con una forma completiva más noble, que en el animal bruto, en el que él mismo es una forma completiva”[33]. Además, vale la pena señalar aquí que, como Arrio, el más astuto subversor de la unidad católica, desafió la naturaleza divina del Verbo y su consustancialidad con el Padre Eterno, así Nestorio, procediendo por un camino completamente diferente, es decir, rechazando la unión hipostática del Redentor negó a Cristo, aunque no al Verbo, la divinidad plena y completa. De hecho, si en Cristo la naturaleza divina se hubiera unido a la humana sólo por vínculo moral (como él insensatamente afirmaba) —lo que, como hemos dicho, también han logrado en cierto modo los profetas y otros héroes de la santidad cristiana, mediante una unión íntima de uno con Dios— el Salvador de la humanidad poco o nada se diferenciaría de aquellos a quienes ha redimido con su gracia y sangre. Por tanto, negada la doctrina de la unión hipostática, sobre la que se fundan y tienen solidez los dogmas de la Encarnación y de la redención humana, todo fundamento de la religión católica se derrumba y se arruina.

Pero no nos sorprende si, ante la primera amenaza del peligro de la herejía nestoriana, todo el mundo católico tembló; no Nos sorprende que el Concilio de Éfeso se opusiera enérgicamente al obispo de Constantinopla[h], que con tanta temeridad y astucia luchó contra la fe ancestral, y al ejecutar la sentencia del Romano Pontífice, le reprobó con un terrible anatema. Nosotros, por lo tanto, haciéndonos eco, en armonía de ánimo, con todas las edades de la era cristiana, veneramos al Redentor de la humanidad no como "Elías ... o uno de los profetas", en quien la divinidad habita por la gracia, sino con la misma voz que el Príncipe de los Apóstoles, que conoció este misterio por revelación divina, confesamos: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo"[34].

Habiendo asegurado esta verdad dogmática, se puede deducir fácilmente que la familia universal de los hombres y las cosas creadas ha sido elevada por el misterio de la Encarnación a tal dignidad que no se puede ciertamente imaginar una mayor, ciertamente más sublime que aquella a la que fue levantada con la obra de la creación. Ya que así en la descendencia de Adán hay uno, que es Cristo, que llega precisamente a la divinidad eterna e infinita, y con ella se une de manera arcana y muy cercana; Cristo, digamos, nuestro hermano, dotado de naturaleza humana, pero también Dios con nosotros, que es Emmanuel, que con su gracia y sus méritos nos conduce a todos al Autor divino y nos llama a esa bienaventuranza de la que caímos miserablemente a causa del pecado original. Tengamos, pues, sentimientos de gratitud por él, sigamos sus preceptos, imitemos sus ejemplos. De esta manera seremos consortes de la divinidad de quien "se dignó compartir nuestra humanidad"[35].

Sin embargo, si, como hemos dicho, a lo largo de los siglos la verdadera Iglesia de Jesucristo ha defendido, pura e incorrupta, esta doctrina de la unidad de la persona y de la divinidad de su Fundador en todo momento, lamentablemente esto no ocurre en todos los tiempos en aquellos que vagan miserablemente fuera del único redil de Cristo. De hecho, cada vez que alguien con pertinacia escapa del magisterio infalible de la Iglesia, también tenemos que lamentar en él una pérdida gradual de la doctrina segura y verdadera sobre Jesucristo. En realidad, si a las muchas y tan distintas sectas religiosas, que de manera especial surgieron a partir de los siglos XVI y XVII, que aún ostentan el nombre de cristianos, y que al principio de su separación confesaron firmemente a Cristo, Dios y hombre, les preguntamos ahora qué es lo que piensan, tendríamos respuestas completamente distintas y contradictorias; porque, aunque unos pocos de ellos han mantenido una fe plena y recta en la persona de nuestro Redentor, sin embargo, los demás si de alguna manera afirman algo parecido, esto aparece más bien como un aroma de fe antigua, de la que ya han perdido la sustancia. Ya que presentan a Jesús como un hombre dotado de los carismas divinos, unidos de cierta manera misteriosa, más que los otros, a la divinidad, y muy cerca de Dios; pero están muy lejos de una plena y genuina profesión de la fe católica. Finalmente, otros, sin reconocer nada divino en Cristo, lo declaran un hombre sencillo, adornado de distinguidas cualidades de cuerpo y alma, pero también sujeto a errores y fragilidades humanas. De aquí se desprende que todos, al igual que Nestorio, quieren con imprudente osadía "separar a Cristo" y, por tanto, según el testimonio del apóstol Juan, "no son de Dios"[36].

Por eso, desde el jefe supremo de esta Sede Apostólica, exhortamos con corazón paternal a todos los que se enorgullecen de ser seguidores de Cristo, y que depositan en él la esperanza y la salud tanto de las personas como del consorcio humano, a adherirse cada día más firme y estrictamente a la Iglesia romana, en la que se cree en Cristo con una fe única, integral y perfecta, se le honra con un sincero culto de adoración, se le ama con una llama viva y perenne de la caridad. Deben recordar, especialmente aquellos que gobiernan el rebaño separado de Nosotros, que esa fe profesada solemnemente por sus antepasados ​​en Éfeso, se conserva sin cambios y es defendida enérgicamente, como en el pasado hasta el presente, por esta suprema Cátedra de verdad; deben recordar que tal pureza y unidad de fe está fundada y tiene firmeza en la única piedra colocada por Cristo, y que, asimismo, sólo a través de la autoridad suprema del Beato Pedro y sus Sucesores se puede mantener incorrupta.

Y, aunque hace unos años tratamos de esta unidad de la religión católica con más amplitud en la encíclica «Mortalium animos», será útil recordarla aquí brevemente en resumen, ya que la unión hipostática de Cristo, confirmada solemnemente en el Concilio de Éfeso, propone y representa el tipo de esa unidad con la que nuestro Redentor quiso adornar su cuerpo místico, es decir, la Iglesia, "un cuerpo"[37], "bien organizado y conectado"[38]. Y verdaderamente, si la unidad personal de Cristo es el arcano ejemplar al que él mismo quiso conformar la única estructura de la sociedad cristiana, todo hombre sensato comprende que esto no puede en absoluto surgir de una cierta unión vana de muchos discordantes entre sí, sino sólo desde una jerarquía, desde un magisterio único y supremo, desde una única regla de fe, desde una única fe de cristianos[39]. Esta unidad de la Iglesia, que consiste en la comunión con la Sede Apostólica, Fue en el Concilio de Éfeso afirmado espléndidamente por Felipe, legado del Obispo Romano, quien, dirigiéndose a los Padres conciliares que con unánime voz aplaudieron la carta enviada por Celestino, pronunció estas memorables palabras: "Damos gracias al santo y venerable Sínodo, porque fue en el Concilio de Éfeso afirmado espléndidamente por Felipe, legado del Obispo Romano, quien, dirigiéndose a los Padres conciliares que con voz aplaudieron la carta enviada por Celestina, pronunció estas memorables palabras: "Damos gracias al santo y venerable Sínodo, porque leída que fue a vosotros la carta de nuestro santo y bendito Papa, vosotros, santos miembros, os habéis unido a la santa cabeza con vuestras santas voces y con vuestras santas aclamaciones. De hecho vuestra bienaventuranza no ignora que el bienaventurado apóstol Pedro es cabeza de toda fe y también de los apóstoles”[40].

Más que en el pasado, ahora más, Venerables Hermanos, es necesario que todas las personas buenas estén unidas en Jesucristo y en su mística Esposa, la Iglesia, por una única, misma y sincera profesión de fe, ya que en todas partes tantos hombres intentan sacudirse del suave yugo de Cristo, rechazar la luz de su doctrina, pisotear las fuentes de la gracia, y finalmente repudiar la autoridad divina de Aquel que se ha convertido, según el dicho evangélico, en "signo de contradicción"[41]. Dado que de esta lamentable deserción de Cristo surgen innumerables males que crecen cada día, todos deberían buscar en él el remedio adecuado, que "fue dado a los hombres en la tierra y en el que sólo nosotros podemos tener la salvación"[42].

Así, sólo con la ayuda del Sagrado Corazón de Jesús, surgirán tiempos más felices para las almas de los mortales, tanto para los hombres como para la sociedad doméstica y para la misma sociedad civil , tan profundamente trastornada en la actualidad.

III

Desde el punto de la doctrina católica que hemos tratado hasta ahora, necesariamente deriva ese dogma de la maternidad divina de la Santísima Virgen María que predicamos: "como advierte Cirilo no como si la naturaleza del Verbo o su divinidad haya extraído el principio de su origen de Santísima Virgen, sino en el sentido de que de ella extrajo ese cuerpo sagrado informado por el alma racional, de modo que se dice que nació según la carne el Verbo de Dios, unido por hipóstasis"[43]. En efecto, si el hijo de la Santísima Virgen María es Dios, la que lo engendró ciertamente debe llamarse con todo derecho Madre de Dios; si una es la persona de Jesucristo, y esta divina, sin duda María debe ser llamada por todos no sólo Madre de Cristo hombre, sino Deipara[i] o "Theotòcos". Por eso, la que por Isabel su prima es saludada "Madre de mi Señor"[44], de quien Ignacio Mártir dice que dio a luz a Dios[45], y de quien Tertuliano declara que nació Dios[46], a quien todos veneramos como Generatriz de Dios[j], a quien el eterno Dios confirió la plenitud de la gracia y la elevó a tan gran dignidad

Por tanto, nadie podría rechazar esta verdad, que nos fue transmitida desde el principio de la Iglesia, por el hecho de que la Santísima Virgen entregó su cuerpo a Jesucristo, sin generar, sin embargo, al Verbo del Padre celestial; de hecho, como ya en su tiempo Cirilo[47] respondió acertada y , de la misma manera que todas las otras mujeres en cuyo seno se genera nuestro cuerpo pero no el alma, dicen que son verdaderamente madres, Asimismo, obtuvo la maternidad divina de la única persona de su Hijo.

Por tanto, con razón, el Concilio de Éfeso volvió a reprobar solemnemente la impía sentencia de Nestorio, que el Romano Pontífice, movido por el Espíritu divino, había condenado un año antes.

Y el pueblo de Éfeso movido por tanta devoción y ardiente amor por la Virgen Madre de Dios, apenas se enteró de la sentencia pronunciada por los Padres del Concilio, los aclamaron con alegre efusión de espíritu y, portando antorchas encendidas, una multitud compacta los acompañó a sus casas. Y, por supuesto, la misma gran Madre de Dios, sonriendo dulcemente desde el cielo ante tan maravillosa vista, ha continuado prestando su materna y amable ayuda a sus hijos de Éfeso ya todos los fieles del mundo católico, perturbada por las insidias de la herejía nestoriana.

De este dogma de la maternidad divina, como desde una fuente de un arcano manantial, llega a María una gracia singular: su dignidad, que es la mayor después de Dios. En efecto, como bien escribe Santo Tomás de Aquino: "La Santísima Virgen, porque es Madre de Dios, tiene una dignidad que es en cierto modo infinita, por el bien infinito que es Dios"[48]. Lo que expone más extensamente Cornelio a Lapide con estas palabras: "La Santísima Virgen es Madre de Dios. Por lo tanto, es mucho más sublime que todos los ángeles, incluso que los serafines y los querubines. Ella es Madre de Dios; ella es, por tanto, la más pura y santa, de modo que después de Dios no se puede imaginar una mayor pureza. Ella es Madre de Dios; por tanto, tiene cualquier privilegio concedido a cualquier santo, sobre todo en el orden de la gracia santificante"[49].

Entonces, ¿por qué los innovadores y no pocos no católicos reprochan tan amargamente nuestra devoción a la Virgen Madre de Dios, como si subtrajésemos ese culto que solo se debe a Dios?

¿Acaso ignoran, o no reflexionan con atención, que nada puede ser más aceptable para Jesucristo, que ciertamente arde de gran amor por su Madre, que nosotros la veneramos según su mérito, le correspondamos con amor y nos esforcemos, a imitación de sus santísimos ejemplos, por ganar su valioso patrocinio?

Sin embargo, no queremos pasar por alto en silencio un hecho que no es un pequeño consuelo para nosotros, es decir, como en nuestro tiempo, incluso algunos de los innovadores se sienten atraídos por conocer mejor la dignidad de la Virgen Madre de Dios, y se sienten movidos a venerarla y honrarla con amor. Y esto ciertamente, cuando nace de una profunda sinceridad de su conciencia y no de un artificio oculto por reconciliar las mentes de los católicos, como sabemos que sucede en alguna parte, nos da a todos la esperanza de que -con la ayuda de la oración, la cooperación de todos y con la intercesión de la Santísima Virgen que ama con amor maternal a sus hijos errantes- finalmente un día sean devueltos al seno del único rebaño de Jesucristo y, en consecuencia, a Nosotros que, aunque indignos, en su lugar sostenemos su autoridad en la tierra. Pero en la misión de la maternidad de María hay otra cuestión, Venerables Hermanos, creemos que es nuestro deber recordar: algo que ciertamente sabe más dulce y más tierno. Habiendo dado a luz al Redentor de los hombres, se convirtió en cierto modo en la madre más benigna, también de todos nosotros, a quienes Cristo el Señor quiso tener como hermanos[50]. Nuestro predecesor León XIII de feliz memoria escribe: "Dios, en el mismo acto en que la eligió para ser Madre de su Unigénito, nos la entregó e inspiró en ella sentimientos completamente maternales, que no derramaron más que misericordia y amor; Jesucristo nos lo señaló por su parte, cuando quiso espontáneamente someterse a María y prestarle obediencia como un hijo a su madre; así lo declaró desde la cruz cuando, en el discípulo Juan, le confió la custodia y el patrocinio de todo el género humano. Finalmente, ella demostró serla cuando, habiendo recogido con gran ánimo la herencia del inmenso trabajo que le dejó el Hijo moribundo, empezó inmediatamente a cumplir todos los oficios de madre"[51].

Por eso sucede que nos atrae como por un impulso irresistible, y en ella confiamos, con abandono filial, todas nuestras cosas —a saber: alegrías, si estamos felices; los dolores, si estamos afligidos; esperanzas, si finalmente nos esforzamos por elevarnos a cosas mejores—; por eso sucede que si se prsentan días más difíciles para la Iglesia, si la fe se tambalea porque la caridad se ha enfriado, si la moral pública y privada empeora, si algún desastre amenaza a la familia católica y a la sociedad civil, nos refugiamos en sus súplicas, para pedir insistentemente la ayuda celestial; para esto, finalmente, cuando en el supremo peligro de muerte, ya no encontramos esperanza y ayuda en ningún lado, levantamos nuestros ojos llorosos y nuestra manos temblorosas hacia ella, pidiendo fervientemente, a través de ella a su Hijo, perdón y eterna felicidad en los cielos.

A ella, por tanto, todos se vuelven con más ferviente amor en las necesidades presentes que nos preocupan; piden con súplicas urgentes "implorar que las generaciones descarriadas vuelvan a la observancia de las leyes, en las que se coloca la base de todo bienestar público, y de las que fluyen los beneficios de la paz y la verdadera prosperidad". Que le pidan intensamente lo qué por toda la gente buena deben se deseado sobre todo: que la Madre Iglesia obtenga el goce pacífico de su libertad, que no se ocupe de otra cosa que de la protección de los intereses supremos del hombre, y de la cual, como individuos, la sociedad, en lugar de dar, obtuvo en todo momento los mayores e inestimables beneficios"[52].

Pero, sobre todo, queremos que todos imploren, por intercesión de la Reina celestial, un beneficio particular y ciertamente muy importante. Es decir, que ella, que es tan amada y tan devotamente honrada por los orientales disidentes, no permita estos miserables engaños que les alejan cada vez más de la unidad de la Iglesia y, por tanto, de su Hijo, a quien representamos en la tierra. Que vuelvan a ese Padre común, cuya sentencia acogieron todos los Padres del Concilio de Éfeso y saludaron con aclamación unánime como "guardián de la fe"; vuelvan a Nosotros, que para todos ellos tenemos un corazón absolutamente paternal, y hagan gustosamente nuestras esas tiernas palabras con las que Cirilo se empeñaba en exhortar a Nestorio, para que "la paz de las Iglesias se conservara y el vínculo entre los sacerdotes de Dios permaneciera indisoluble en armonía y amor"[53].

Que Dios nos conceda que, cuanto antes, ese tan feliz día en el que la Virgen Madre de Dios, hecha representar en mosaico por Nuestro antepasado Sixto III en la Basílica Liberiana (obra que nosotros mismos quisimos devolver a su primitivo esplendor), pueda ver el regreso de los hijos separados, para venerarla junto a nosotros, con una sola alma y una sola fe. Algo que sin duda Nos dará una tal alegría, más allá de todas las palabras.

Pensamos que también ahora nos corresponde a Nosotros celebrar este XV Centenario; a Nosotros, decimos, que hemos defendido la dignidad y la santidad del matrimonio casto frente a los asaltos de todo tipo[54] [54]; a Nosotros, que hemos reclamado solemnemente a la Iglesia los sacrosantos derechos de la educación de la juventud, afirmando y explicando con qué métodos debe impartirse y a qué principios debe ajustarse[55]. De hecho, estas dos enseñanzas nuestras encuentran, tanto en los deberes de la maternidad divina como en la familia de Nazaret, un modelo eminente que proponer para la imitación de todos. De hecho, para usar las palabras de Nuestro predecesor León XIII de feliz memoria, “los padres de familia tienen en José una excelente guía de providencia paterna y vigilante; las madres, en la Santísima Virgen Madre de Dios, un modelo distinguido de amor, veracidad, sumisión espontánea y perfecta fidelidad; y los hijos, en Jesús, que se sometió a ellos, encuentran un modelo de obediencia digno de admiración, veneración e imitación"[56].

Pues es especialmente beneficioso que aquellas madres de esta época que, molestas por la descendencia y el vínculo conyugal, han degradado y violado los deberes que se habían impuesto a sí mismas, levanten la mirada hacia María y consideren seriamente con qué gran dignidad asumió ella los deberes de la maternidad. Por tanto, se puede esperar que, con la gracia de la Reina celestial, sean movidas a ruborizarse por la ignominia infligida al gran sacramento del matrimonio, y que se animen de todo corazón a lograr, con todos los esfuerzos, las admirables cualidades de sus virtudes.

Y si todo esto sucede según Nuestros deseos, es decir, si la sociedad doméstica -principio fundamental de toda la sociedad humana- vuelve a un tan digno nivel de probidad, sin duda seremos capaces de afrontar y finalmente sobrellevar esa aterradora acumulación de males por la que estamos turbados.

De este modo sucederá "que la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará el corazón y la mente de todos"[57], y que el tan deseado reino de Cristo sea felizmente y en todas partes restaurado, mediante la mutua unión de ánimos y fuerzas.

Tampoco queremos acabar con esta encíclica nuestra sin mostrarles, Venerables Hermanos, algo que sin duda agradará a todos. En otras palabras, deseamos que no falte un recuerdo litúrgico de esta conmemoración centenaria: un recuerdo que ayude a fomentar en el clero y en el pueblo la mayor devoción a la Madre de Dios. Por eso hemos ordenado a la Sagrada Congregación de Ritos que publique el Oficio y la Misa de la Divina Maternidad, que se celebrarán en toda la Iglesia universal.

Mientras tanto, a cada uno de vosotros, Venerables Hermanos, al clero y a su pueblo, como deseo de los favores celestiales y como prenda de Nuestro corazón paterno, impartimos la Bendición Apostólica de nuestro corazón.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 25 de diciembre, fiesta de la Natividad de San Jesucristo, del año 1931, décimo de nuestro Pontificado.

PÍO XI

Notas de la traducción

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  1. En el original latino, tras el término griego Theóforon, se incluye su traducción deiferum, portador de Dios
  2. sustentadora' o portadora, en el original latino, susceptricem
  3. 3,0 3,1 3,2 Cirilo de Alejandría
  4. Patriarcado de Constantinopla
  5. Teodosio
  6. San Agustín de Hipona
  7. Cirilo de Alejandría
  8. Nestorio
  9. Mantenemos en la traducción el término latino utilizado en el original -Deipara- que evita cualquier sentido metafórico que pudiese tener el sintagma mater Dei
  10. Traducimos el acusativo del original latino -almam Dei Paremtem- como Generatriz de Dios, mantiene así el carácter material, carnal, de la afirmación de Tertuliano

Referencias

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  1. Mt 28,20
  2. Jn 15, 6.
  3. Epist. ad Emos Card. B. Pompilj et A. Sincero, 25 de diciembre de 1930.
  4. Ef 4, 13-16
  5. Mansi, Conciliorum Amplissima Collectio, IV, c. 1007 (el texto está disponible en Documenta Catholica Omnia); Schwartz, Acta Conciliorum Oecumenicorum, I, 5, p. 408
  6. Mansi, loc.cit., IV, 1011
  7. Mansi, loc.cit., IV, 1015.
  8. Mansi, loc.cit., IV, 1034 sq.
  9. Migne, P. L., 50, 463; Mansi, loc.cit., IV, 1019 sq.
  10. Mansi, l.c., IV, 1291.
  11. Mansi, l.c., IV, 1292.
  12. Mansi, l.c., IV, 1287.
  13. Mansi. l.c., IV, 1292.
  14. Mansi, loc. cit., IV, 556.
  15. Mansi, loc. cit., IV, 1290.
  16. Conc. Vatic., sess. IV, cap. 2.
  17. Mansi, loc. cit., IV, 1295.
  18. Mansi, loc. cit., IV, 1287.
  19. Mansi, loc. cit., IV, 1287.
  20. Mansi, loc. cit., IV, 1294 sq.
  21. Mansi, loc. cit., IV, 1287 sq.
  22. Epist. 190; Corpus Scriptorum ecclesiasticorum latinorum, 57, p. 159 sq.
  23. Mansi, loc. cit., VI, 124.
  24. Mansi, loc. cit., VI, 351-354.
  25. Migne, Patrología Latina, 77, 478; Mansi, loc. cit., IX, 1048.
  26. Mansi, loc. cit., IV, 891.
  27. Mt., 3, 17; 18, 5; 2 P 1, 17.
  28. Mt 9, 2-6; Lc 5, 20-24; 7, 48 y otros lugares.
  29. Mt 8, 3; Mc 1, 41; Lc 5, 13; Jn 9 y otros lugares.
  30. Jn 9, 43; Lc 8, 14 y otros lugares.
  31. Rm 8, 29.
  32. Is, 3, 5; Mt 8, 17.
  33. Summ. Theol. III, q. II, a. 2.
  34. Mt 16, 14.
  35. Ordo Missae
  36. 1 Jn 4,3.
  37. 1 Co 12,12.
  38. Ef 4,16.
  39. Cfr. Encíclica Mortalium animos
  40. Mansi, loc. cit. IV, 1290.
  41. Lc 2, 34.
  42. Hch 4, 13.
  43. Mansi loc. cit. IV, 13.
  44. Lc 1, 43.
  45. Ignacio de Antioquia, Epístola a los Efesios, 7. 18-20
  46. Mansi, loc. cit., 4, 599.
  47. Cirilo de Alejandría, De carne Christo 17, P.L., II, 781.
  48. Suma Teológica I, q. XXV, a. 6.
  49. Cornelio a Lapide, In Mattheo, I, 6.
  50. Ro 8, 29.
  51. Enciclica Octobri mense adventante, 22 de septiembre de 1891. Cfr. texto latino en Vicifons.
  52. Ibid.
  53. Mansi, loc. cit., IV, 891.
  54. Encíclica Casti connubii, dia 21 de diciembre de 1930.
  55. Encíclica Divini illius Magistri, 21 de diciembre de 1929.
  56. Carta Apostolica Neminem fugit, 14 de enero de 1892.
  57. Flp 4.7.