El crimen de Sylvestre Bonnard: 027
20 de diciembre.
Durante una semana, ni siquiera oí hablar de la Institución Préfère. No pude vivir más tiempo sin noticias de Juanita, y seguro de que no me hallaba en el caso de retirarme por completo, me dirigí a Ternes.
El salón me pareció más frío, más húmedo, más inhospitalario, más insidioso, y la criada más azarada y silenciosa que nunca. Pregunté por Juanita, y después de bastante rato se presentó la señorita Préfère, grave, pálida, con los labios apretados y los ojos severos.
—Caballero, siento mucho —me dijo, con los brazos cruzados bajo su manteleta— no poder permitirle que vea a la señorita Juana Alexandre; pero es de todo punto imposible.
—¿Por qué?
—Las razones que me obligan a suplicarle que no menudee tanto sus visitas, caballero, son de naturaleza extraordinariamente delicada, y le ruego que me evite la molestia de enumerarlas.
—Señora —dije—, estoy autorizado por el tutor de Juanita para visitar a su pupila todos los días. ¿En qué razones puede fundarse usted para contradecir los propósitos, las órdenes del señor Mouche?
—El tutor de la señorita Juana —y recalcó la palabra tutor— desea, tanto como yo, poner fin a estas asiduidades.
—Le ruego me diga en qué se fundan usted y él para tomar semejante determinación.
Con los ojos fijos en la pequeña espiral de papel, me respondió tranquila y severa:
—¿Lo quiere usted? Aunque tal explicación es difícil para una mujer, cedo a sus exigencias. Caballero: ésta es una casa honrada. Tengo mucha responsabilidad y he de velar como una madre por cada una de mis alumnas. Las asiduidades de usted con la señorita Juana Alexandre no pueden tolerarse; la perjudican, y debo cortarlas.
—No la comprendo —respondí.
Era verdad; no la comprendía. Ella prosiguió lentamente:
—Sus asiduidades en esta santa casa son interpretadas de tal modo por las personas más respetables y menos sospechosas del mundo, que en interés de mi establecimiento y en interés de la señorita Juana Alexandre deben cesar lo antes posible.
—Señora —dije—, ¡he oído muchas sandeces en mi vida, pero ninguna puede compararse a la que usted acaba de pronunciar!
Ella me respondió sencillamente:
—Sus injurias no me desconciertan. El cumplimiento de un deber fortalece mucho.
Y oprimió su manteleta sobre su corazón, no para contenerlo, pero sin duda para acariciarlo por su generosidad.
—Señora —dije señalándola con el dedo—, ha provocado la indignación de un anciano. Procure que este anciano la olvide, y no añada usted nuevas infamias a las que ahora descubro. Tenga presente que no dejaré de velar por Juanita Alexandre. Si aquí se la maltrata, sea como sea, ¡pobre de usted!
A medida que yo me exaltaba se mostraba ella más tranquila, y con absoluta frialdad me respondió:
—Caballero, conozco demasiado la clase de interés que le inspira esa muchacha para no sustraerla a la protección de que usted blasona. Ante la intimidad equívoca en que viven usted y su criada, debí evitar su contacto con esa criatura inocente. En lo sucesivo así lo haré. Si hasta este momento fui de sobra confiada, no es usted sino mi discípula quien puede reprochármelo; pero, gracias a mí, es bastante pura y bastante inocente para no sospechar el peligro a que la expuso usted. No creo verme obligada a especificarlo, a menos que usted insista.
«Vaya —me dije encogiéndome de hombros—, era preciso, mi pobre Bonnard, que vivieses tanto tiempo para saber al fin con exactitud a lo que llega una mujer mala. Tu ciencia se completó ya en este asunto».
Salí sin contestar, y tuve el gusto de advertir en el súbito sofoco de la maestra que mi silencio la impresionaba mucho más que mis palabras.
Al cruzar el patio, miré ávidamente a todas partes, ansioso de ver a Juanita, la cual estaba en acecho, y corrió hacia mí.
—Si tocan a uno solo de sus cabellos, Juanita, escríbame. Adiós.
—¡No; adiós no!
Insistí:
—¡No, no; adiós, no! Escríbame.
Inmediatamente fui a casa de la señora Gabry.
—Los señores están en Roma. ¿Lo ignoraba el señor?
—No —respondí—, la señora me lo ha escrito.
En efecto, me lo había escrito, y era forzoso estar sin juicio para no recordarlo. Ésta fue sin duda la opinión del criado; me miró de un modo que significaba «el señor Bonnard chochea», y se apoyó en la barandilla de la escalera para ver si yo cometía cualquier desafuero. Como bajé razonablemente se retiró desencantado.
Al entrar en mi casa supe que el señor Gelis esperaba en el salón. Me visita frecuentemente. No tiene aún convicciones firmes, pero su inteligencia no es vulgar. Aquella vez su visita no dejó de perturbarme.
«¡Ay! —pensé—, si le suelto a mi joven amigo alguna tontería opinará también que chocheo. Sin embargo, no puedo explicarle que me han pedido mi blanca mano, que me califican de hombre de malas costumbres, que calumnian a Teresa, y que Juanita está en poder de la criatura más infame del mundo. Realmente ¡es oportuna la ocasión para hablar de abadías cistercienses con un joven y malévolo erudito! ¡En fin, vamos a ver…!».
Pero Teresa me detuvo.
—¡Qué sofocado está señor! —dijo en tono de reproche.
—Es la primavera —respondí.
Ella exclamó:
—¿La primavera en el mes de diciembre?
En efecto, estamos en el mes de diciembre. ¡Qué cabeza la mía, y qué buen apoyo tiene Juanita en mí!
—Teresa, coja mi bastón, y si es posible déjelo donde yo pueda encontrarlo. Buenas tardes, señor Gelis. ¿Cómo está usted?
Sin fecha.
Al día siguiente, el pobre viejo quiso levantarse pero no pudo. Era fuerte la mano invisible que le retenía extendido sobre su cama. El pobre viejo así clavado se resignó a no moverse, pero sus ideas no dejaron de agitarse.
Sin duda padecía una fiebre muy alta, porque la señorita Préfère, los abates de Saint-Germain-des-Près y el mozo de comedor de la señora de Gabry se le aparecieron en formas fantásticas. Principalmente el mozo de comedor, gesticulaba y se alargaba sobre mi cabeza como una gárgola de catedral. Creí ver mucha gente, demasiada gente en mi habitación.
Los muebles de mi cuarto son antiguos: el retrato de mi padre con uniforme, y el de mi madre con un vestido de seda, destacan de la pared sobre un papel rameado en verde. Sé, y lo sé muy bien, que todo ello está muy deslucido. La estancia de un pobre viejo no debe ser presuntuosa; limpia sí, de lo cual se encarga Teresa. Tampoco está falta de adorno; lo bastante para recreo de mi espíritu que se conserva infantil y bobalicón. Hay en las paredes y sobre los muebles objetos que, de ordinario, me hablan y me alegran. Pero ¿qué quieren hoy de mí todos ellos? Se han vuelto chillones, gesteros y amenazadores. Esa estatua, moldeada en una de las virtudes teologales de Nuestra Señora de Brou, tan ingenua y tan graciosa en su estado natural, hace hoy contorsiones horribles y saca la lengua. Esa hermosa miniatura, en la cual uno de los más suaves discípulos de Juan Fouquet se presentó con el cordón de los hijos de San Francisco, de rodillas y en actitud de ofrecer su libro al buen duque de Angulema, ¿quién la sacó de su marco para poner en su lugar una monstruosa cabeza de gato que me mira con ojos fosforescentes? El rameado del papel también se ha convertido en cabezas en cabezas verdes y disformes… Todo es mentira; son, lo mismo ahora que hace veinte años, hojas impresas y nada más… Pero… ¡bien decía yo que son cabezas con ojos, nariz y boca; sí, cabezas…! Ya comprendo: son a un mismo tiempo cabezas y hojas. ¡Cuánto me gustaría no verlas!
A mi derecha, la preciosa miniatura del franciscano ha vuelto a su sitio; pero me parece que la mantengo sujeta por un fatigoso esfuerzo de voluntad, y si me canso, la monstruosa cabeza de gato puede reaparecer. No deliro; veo a Teresa junto a mi cama; oigo que me habla, y la respondería con perfecta lucidez si no estuviera tan ocupado en conservar la verdadera forma de todos los objetos que me rodean.
Ya llega el médico. Yo no le mandé llamar, pero tengo mucho gusto en verle. Es un antiguo vecino a quien di poco trabajo y a quien aprecio bastante. No le digo casi nada; estoy en pleno juicio y me vuelvo astuto, pues acecho sus actitudes, sus miradas y los menores gestos de su fisonomía. Es avisado el doctor y me oculta lo que piensa. La frase profunda de Goethe se ofrece a mi imaginación, y digo:
—Doctor: este pobre viejo consiente en estar enfermo; pero esta vez no piensa concederle más a la Naturaleza.
Ni el doctor ni Teresa me ríen la gracia; no lo habrán entendido.
El doctor se va; anochece, y sombras de todas clases se forman y se deforman, como las nubes, entre los pliegues de las cortinas. Multitud de sombras pasan ante mí, y a través de todas ellas veo el rostro inmóvil de mi fiel criada. De pronto un grito, un grito agudo, un grito de espanto me destroza los oídos. ¿Es usted, Juanita, quien me ha llamado?
Cierra la noche, y las sombras se instalan a mi cabecera para no retirarse hasta el amanecer.
Con las primeras luces del alba siento que una tranquilidad, una inmensa tranquilidad me envuelve por completo. ¿Me abrís vuestro seno, Señor, Dios mío?