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Aire vírgen

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

AIRE VIRGEN

Los poetas los primeros en darse cuenta de la importancia del aire. Las religiones, no teniendo nada más divino á mano, lo han hecho morada de los dioses.

Los ocultistas han visto en él lo único digno de ser visto: lo invisible. Los médicos lo han descuartizado en sus laboratorios, para hacerle la autopsia, llegando á la conclusión de que hay aire vivo y aire muerto, aire sano y aire enfermo, aire bueno y aire malo.

Se ha legislado sobre tal personaje, no obstante carecer éste de ciudadanía, de domicilio y hasta de persona visible. Con ley en mano se le cita, se le llama á declarar, se le comprime, se le castiga y se le vende. No se le guillotina porque nadie ha podido averiguar dónde tiene la cabeza, pero el caso se ha dado, de que los artilleros lo agarren á cañonazos, cuando hace de las suyas con la lluvia, secuestrándola en exceso.

Los geógrafos ya se han atrevido á denunciar dónde nace, cómo vive, dónde duerme y qué avenidas, sendas y vericuetos recorre; pero él se ríe de esos ilustres chismosos, echando sus tropillas donde menos se esperaba y dando á los profetas de almanaque colosales bofetadas.

Como á los pájaros con mieles seductoras, ó á los hombres con bellezas apócrifas, le han aderezado la trampa cándida de las rosas náuticas, invitándolo á depositar el ritmo de sus alas y el secreto de sus hélices en la corola de una flor... Con razón que se ría de lo lindo á carcajadas. Ofrecerle en cambio de su soberanía rositas de papel, lá éll dueño único de todos los jardines terrenales y celestes?

Pase eso por bufonada; pero cuando la pedancia de los hombres llega hasta enviarle bergantines de piratas para robarle sus pesebres y arrebatarle las riendas de su reino, entonces si que manda á cualquiera de sus jinetes para echar á pique á los intrusos.

Esa audacia no merece perdón.

No ha logrado toda la ciencia de los sabios averiguar por qué vuelan los pájaros, ni conseguirá el más atrevido de los hombres imitar á la más imbécil mosca, y ya se disparan á los cielos amenazando ornarse la solapa con las plateadas margaritas de la noche.

Háganse suficientemente ágiles y sencillos para tener derecho sobre la ley de gravedad, y entonces se les permitirá intervenir en las leyes de allá arriba. Son seres muy curiosos: se afanan por pesar lo más posible, honran y exaltan á la personas de «volumen», y sin embargo aspiran á la conquista de los aires.

Si tales como son hoy la obtuvieran, no sería extraño que instalasen aduanas interplanetarias, ó que los porqueros de Chicago fuesen á acaparar constelaciones para poner allí salchicherías.

Primero que conozcan la atmósfera en que viven y después que pugnen por escalar otras mejores.

Y están muy lejos de ello.

Mucho dista la humanidad de aprender á respirar.

Esa es operación muy grave y seria.

Por allá en la India los faquires saben algo de eso...

Por aquí no hemos pasado del primer vagido.

Creemos que con aprender á comer mucho y á conseguir que otros no coman, ya somos dueños de la vida.

Ceñirnos una coraza de sebo, impermeable á los fluidos de la altura, he aquí nuestra victoria.

Al que comete el adefesio de mirar á las estrellas, desde algún punto que no sea un observatorio «oficial», lo atisban de reojo los prudentes.

Al que, siquiera sea en metáfora, menciona el «aire libre», le ponen vigilancia policial.

Sólo los médicos que pagan patente pueden recetar esa droga á sus enfermos, y eso en casos de extrema gravedad.

Ante tamañas injusticias, no hay por qué sorprendernos de que el aire sea hoy nuestro enemigo más temible. Los daños que nos ― 215causa en las ciudades, son la reacción precisa de las ofensas que recibe.

Cuando no lo atacan es muy bueno, pero en la ciudad es un pérfido.

Sabe que lo temen y lo odian, y de ahí que sea agresivo.

Con la mejor voluntad del mundo se viene desde muy lejos á brindarnos vida en su enorme copa azul, y nosotros lo recibimos atrincherados en murallas y blindados con los despojos de toda clase de animales.

Se siente resistido, desgarrado, incomprendido y en su despecho brama, ruge y lanza sonrisitas alevosas y porfía y entra y mata.

Poderoso y flexible, apela á toda clase de recursos: ¿Sabe que en algún palacio soberbio se le desafía con pieles y felpas? No importa. Fisga el modo de colarse por algún balcón abierto, entreabre suavemente las cortinas, juega con los encajes y los flecos, aletea con sus alitas de vampiro sobre la frente de la víctima, la besa con malicia, le adormece las carnes con sutiles cosquilleos, v izás!: una agujilla fulminante en los pulmones, ó una pildorita de bacilus Kock en la garganta.

No necesita expensas excesivas para enganchar en su servicio á las legiones de la muerte.

En un ágil paseo matinal por las calles bonaerenses, recoge en las ventanas de los hospitales y en los respiraderos de las alcobas, emanación humana suficiente para empozoňar á medio mundo.

El polen maldito de los besos acancerados en el labio rojo: el temblor incisivo de una música pulsada por viborillas de tedio: el aroma sexual de cloróticas azucenas comprimidas en mármol señorial: el gas acre y sofocante de los amores torturados por la sociedad en jaulas de oro: el vapor mefítico de corazones abandonados en la vida al fuego lento de la envidia: el humo de nervios recalentados en los hornillos del insomnio: el rugido del rencor, el bramido del egoismo, el silbido de la sangre en fiebre, el estertor de la desesperanza y el arrullo triste de la vida opresa: todo eso brinda al aire de las ciudades sus contaminaciones ocultas, para ulcerar las carnes y vapulear los espíritus de los que no sabemos comprenderlo.

Vanos los amuletos contra la influencia del prójimo, inútil el brebaje multicolor de las farmacias, superfluos los reproches contra la mala suerte, pueriles nuestras quejas: todo estéril y absurdo, mientras no principiemos por aprender á respirar.

Si los que han muerto de asfixia pudiesen revivir, nos revelarían algo que ya debieramos saber: que ninguno de los placeres de la vida es tan hondo y tan fino como el de la respiración.

El día en que seamos conscientes, no dará un salto el corazón sin que gocemos la delicia profunda de ese ritmo.

Hoy sólo los agónicos se dan cuenta, ¡oh muy tarde! de ese suave deleite.

Cuando haya tantos bebedores de azul, como los hay de cerveza, principiará la redención humana.

Entonces gozaremos el prodigio de ver brillar el sol en nuestras venas.

Y así como ahora, en las noches de verano nos refrescamos el alma con manojos de jazmín, podremos aspirar el aroma blanco de la gracia en ramilletes de estrellas.

Eso pudiera ser más eficaz que la vara de los sargentos, para incitar á los hombres á llevar alta la frente.

Sería este un gran sistema de esquivar desengaños y microbios. En nuestra mirada se retratarían menos sabandijas y más astros.

Sobre todo, la raza no seguiría degenerando.

En vano los higienistas han declarado que la humanidad está sucia, y que la humanidad está infecta.

Nuestras precauciones no pasan de la epidermis: Buscamos corrientes de agua para lavarnos por fuera, pero olvidamos que sólo las de aire pueden lavarnos por dentro.

Nos invitamos á subir en automóvil para « tomar un poco de aire», cuando ya el aburrimiento no da tregua, y como pretexto para tomar un vaso de cosas peores en los cafetines de los parques.

El aire del paseo de Palermo, por ejemplo, es un perfecto farsante. Se cree muy aristocrático, como los lores ingleses, tan sólo porque tiene parques y jardines, estatuas y caballos de carrera.

La humilde canción campesina de sus pájaros, huyó desgarrada por los rugidos de sus leones y el alarido exasperante de los trenes y automóviles.

Para estar bien á la moda, ya contaminó el suave y perfumado respirar de sus jardines con el ronco resuello de la gasolina nauseabunda.

Si fuera dado, despojarle de sus felpas y equipos opulentos, y así desnudo se le examinara su pasado iqué horrores se verían!

Ni ahorcado en una de sus palmeras, compurgaría tanto crimen.

Sin contar sus viejas complicidades con el delirio trágico de Rozas, sin fin sería la lista de las infecciones infiltradas, y de los duelos, alevosías y clandestinos amores que ha encubierto.

Bajo sus afeites minuciosos, ese viejo libertino debe tener un cuerpo lleno de llagas y una conciencia muy negra.

En los días de soledad en el desierto, nada mejor para curar la nostalgia de Buenos Aires, que recordar el aire de Palermo y parangonarlo con el sencillo y fino de los campos. Y si es un aire joven é inocente como el que se respira en la región andina ¡qué enorme diferencia!

Parece increible que uno llegue á tratarlo con tan ilimitada intimidad.

Es muy bueno y simpático. Los geógrafos todavía lo califican de salvaje, porque no lo han tratado bien de cerca.

Da gloria verlo despertar en plena cordillera, cuando salta de entre su enorme cuna de alabastro, y agita sus cortinas de neblina matinal y retoza un rato en las camisolas bordadas de la nieve y echa á rodar sus cuádrigas del ventisquero al valle.

Con sus risueños ojos siempre azules, rubio, lírico y blanco, más parece comprovinciano del caballero Lohengrin que mocetón indígena de Arauco.

Sus melodías tienen la frescura del agua virgen, de cuyos cristales eternos las arranca, y la transparencia de la voz de niño, no rota aún por las asperezas de la tierra.

La música que indudablemente el sol nos debe remitir en cada rayo, vibra tibia y fina en esos ritmos.

En todas sus escalas se oyen las voces misteriosas de la vida profunda: desde el rumorcillo infinitesimal de la semilla que se esponja y del insecto que grita proclamando sus amores, hasta el retumbo rotundo y franco de las tormentas del Pacífico, al chorrear luz de los senos desgarrados en las cuchillas de los Andes.

Cuando el «zonda» llega del polo sur bramando quejas de soledades sempiternas, en el estruendo de la borrasca no se oyen los clamores de fieras y las chirimías agrias del huracán en las ciudades, sino el canto llano de las selvas doblegadas, acompasado por crujidos kilométricos, al quebrarse las atmós, feras de hielo contra los bronces volcánicos.

En ese himno de fecundidades cósmicas, las únicas disonancias son los gemidos de esterilidad de las pizarras, de esas negras solitarias y desnudas, que chillan como perras enceladas, cuando el aire huye de ellas sin detenerse á fecundarlas. Forman coro á esos ayes las plegarias medrosas de los escoriales erguidos y enlutados como gigantescos frailes.

Al enredarse el aire en las obscuras cuencas de esos rostros metálicos ó en los harapos de sus sayales rocallosos, diríase que cada monje, agitando su cingulo de líquenes, pidiese todavía socorro contra el horror del terremoto, con su bronca boca de guijarro.

Todo lo demás canta y susurra himnos de fecundación.

El aire huye espantado de las rocas negras y de los monasterios pavorosos, para lanzarse en zarceo ágil por las sierras, arrebatando á cada médano de oro las ondulosas hopalandas y el tisu lentejuelado con que se exorna para ir luego á requerir de amor á la llanura.

Apenas raya el alba y las lagunas han apagado en el fondo de sus alcobas sus candelabros de estrellas, el aire va á besarlas con nerviosidades clandestinas.

El agua entonces tiembla de deleite, se sonríe, se estremece y se cubre de sus mejores encajes y de sus más ricas perlas. El aire la besa, la lame largamente, le tira puñados de oro en polvo, le regala collarcitos de hojas amarillas, y ella, para que no le oigan las locuras que contesta, empuja con el codo á las totoras, para que éstas se hagan las que rezan y no quede pájaro indiscreto en las orillas.

En las praderas produce convulsiones histéricas.

Las sopla, las agita, las despeina, les levanta la falda, las doblega, les roba lo mejor de sus perfumes y huye dejándolas poseídas de vértigos de altura, bamboleando, pugnando por desenterrarse, zureando y cantando sus vidalitas de raso.

En las tardes doradas, como si el porvenir lejano de esas tierras le abriese sus paisajes de opulencia, se da á improvisar arquitecturas con las arenas que levanta en nubes hasta borrar el horizonte.

Todo lo puebla de torres de oro hirviente, de castillos grises, de cúpulas azules, de fachadas trėmulas que brillan un instante bajo la resolana, para disiparse en humaredas cobrizas, vagueando breves momentos antes de irse á dormir.

Pero donde ese aire realiza sus prodigios de mago, es en su confluencia con la sangre.

Con sutilezas de orfebre incrusta puntos de luz en las pupilas del insecto, le instila el esmeril fililí de los zumbidos, y en la más diafana de las brisas de escarcha le elige el muaré vibrante de las alas.

Sus dedos invisibles, así reparten timbres de cristal entre los pájaros, como escardan y escarmenan los vellones del rebaño ó pintan puestas de sol en los plumajes.

Para el hombre reserva sus mejores esencias.

El que por primera vez siente penetrar ese aire en las arterias, experimenta una especie de deslumbramiento cerebral.

Con su aldabeo felposo y su pulsátil flabelación en los oídos, parece despertar de su largo sueño á las sonrisas de la infancia.

En la boca se insinúa dulce y acariciante, produciendo en los labios cosquilleos de piel de fresas.

Su llegada al pecho finge alaciones de maripositas eléctricas, en brillante fuga por las obscuras redes de los tegidos nerviosos.

Su masaje fruitivo dilata en los músculos mil acerados resortes de energía.

Los pulmones tienen distensiones de despertamientos entusiastas, como si cada uno de sus átomos bostezase con delicia ante un manjar servido. La impresión de hambre se localiza en ellos.

Cerrando los ojos, cree uno ver en el corazón el incendio de los glóbulos, en chisporroteo jubiloso de ebulliciones irisadas, que exhalan al cerebro nubecillas de humo especular, lentes de ensueño.

El radio de la vida personal adquiere proporciones inmensas.

La conjunción misteriosa de la sangre con los fluidos cósmicos, produce choques hondos, tempestades internas, cuyo relampagueo ilumina de repente episodios de vidas prehistóricas ó mirajes de sucesos por venir.

Al inspirar á boca abierta y pulmón lleno, con atención y conciencia, ciertas brisas del desierto, siéntese la invasión de fuerzas telúricas profundas y de fluidos astrales muy remotos.

Las venas se dilatan con ardores de lavas subterráneas.

Los huesos sienten consistencia y temperatura de cuarzos ignescentes.

Los nervios se hinchan de ritmos con longitudes infinitas.

Los ojos se ciegan para lo cercano, pero descubren con nitidez extraordinaria los hilos de las fuerzas y los cauces de las savias, en un mundo de líneas y de formas nuevas.

Las estrellas filtran en sus reflejos manifestaciones psicológicas y sonríen con benevolencia de pupilas familiares.

Los oídos parecen romper en trizas la escala que conocíamos del sonido, para acostumbrarse poco a poco á sonoridades sorprendentes, donde se oye volar entre los ruidos de la luz y los roces de los átomos, la frase rítmica que corresponde á nuestro destino en la canción universal.

Los perfiles de la persona se esfuman. La epidermis se borra. La sangre se sostiene y vibra por sí sola, transfundida en el ambiente, con extensión ilimitada.

El yo estalla como un fósforo para identificarse con el azul del éter.

La sensibilidad se mece en el espacio, con serena gravitación de nebulosa celeste.

Las ideas acerca de ciudadanía legal desaparecen.

Las dudas acerca de la vida huyen.

La muerte deja de ser cosa terrible...

Para sentir y ver todo eso, basta con aprender á respirar.