A flor de piel: 05
Capítulo IV
editarJ'allais, hautain et fort, drapé dans ma pensée,
posant mon pied vainqueur sur l'avenir vaincu;
Moi acul régnais sur moi; mais vous êtes passée
et je n'ai plus compris de quoi j'avais vécu.
EDMOND HARANCOURT.
-Ja! ¡Ja!... ¡Divino!
-...
-¿Y dices que el general con una ninfa contemporánea de Mari-Castaña y Willy con la Soler?
-...
-¡Qué atrocidad! ¡Ni que le hubiese dado flechazo!
-...
-¿Que sí? ¿Que le ha dado flechazo? ¡Hombre, no seas exagerado!... Cualquiera que te oyese creería que era la Venus del mirlo, como diría ella...
Y María Montaraz dejó el cigarrillo turco en el borde del teléfono para reír a sus anchas, a la vez que cogía el otro auricular, interesada, por la historia que de los acontecimientos de la pasada noche le hacía con todos sus detalles, más algo que ponía él de su cosecha, Julito Calabrés desde el club.
Hallábase la dama subida sobre un sitial; un kimono de seda verde florido de crisantemos de oro dibujaba la armoniosa línea de su torso de adolescente, y los negros rizos que ornaban su cabeza pequeña y redonda hacían más apetitoso el cuello de piel tenuemente bronceada.
-¡Pobre Lina! -clamó la loca con fingida conmiseración, bañándose en agua de rosas ante los disgustos de su carísima amiga-. ¡Y la prójima esa no vale nada! ¡Tan pintadita!
-...
-¿Que no está pintada? ¿Que es una maravilla? ¡Qué barbaridad!... ¡Estoy por creer que te ha chalao a ti también!
-...
-¿De veras?... Y ella será una tiorra, por supuesto.
-...
-¡Ah! Muchísimo. De la patria del Cid... Su padre...
-...
-¿Un sindicato? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! No seas majadero y cuéntame. ¿Lina no sabrá nada?
-...
-¿Que hay que contárselo? No seas mal intencionado.
-...
-Lo haré por complacerte. Unos cuantos capotazos y un descabello. ¡Al pelo!
Abriose la puerta y el lacayo anunció:
-La señora condesa de Monreal.
En el dintel se dibujó la figura elegantísima de Lina. Traje de paño de un azul prestigioso marcaba las formas llenas de armonía de su cuerpo; pequeño fieltro azul, adornado de un pichón gris que reposaba la cabecita en los rubios rizos, tocaba la ladeada testa, y toda su persona respiraba gracia y armonía, aunque así, en plena luz, notábanse mejor en ella los estragos del tiempo, pues si bien el conjunto conservaba su belleza, el rostro, a pesar del sabio retoque, habíase marchitado. Sus ojos, siempre bellos, verdes, expresivos, eran ahora tristes, cansados, y los rodeaban anchos círculos azulados; la boca, caía levemente en la comisura de los labios y algunas arrugas no trazadas, apenas delineadas, surcaban la frente.
María, salió a su encuentro, y besándola ruidosamente, comenzó a gritar:
-¡Mujer, qué gusto! Yo que me aburría como una ostra... Pues no te esperaba hasta las cinco.
-A esa hora había yo pedido el coche para venir; pero estaba tan triste, tan sola, tan desesperada...
-Pues, ¿qué te pasa?
¡Qué me ha de pasar! Willy, que ni ha ido a almorzar, ni ha avisado, ni ha parecido por casa... Si no hay paciencia. ¡Te digo que estoy harta!
-¡Qué atrocidad!
Y María, fingiendo asustarse, buscaba el modo de dar aquellos capotazos ofrecidos a Julito.
-Pero, mujer, siéntate y cuenta.
Y llevándola hasta el diván, la empujó suavemente, para que se acomodase, e hízolo ella acurrucándose como mona amaestrada sobre los cojines de un puf.
Más que camarín de bella era aquel saloncito despacho de muchacho aficionado a los deportes. Cierto que las paredes estaban pintadas de blanco, decoradas con molduras y grandes cuadros de damasco verde, sobre los que se destacaban algunos retratos del primer Imperio -Napoleón, Josefina, Madame de Recamier, L'Eglion-; pero en los muebles, cuya mayoría obedecían a las modas reinantes durante la epopeya napoleónica, había María, en aras de la comodidad y de su capricho, cometido verdaderas herejías decorativas y anacrónicas. Así, por ejemplo, había instalado aquel diván turco, cálido, nido de almohadones donde gustaba descansar al regreso de sus excursiones, diván que, según los maliciosos, podría contar, si fuérale concedido el don de la palabra, sabrosas historias. Tampoco hacían juego con los demás muebles las dos enormes butacas inglesas de piel -procedencia Mepple-, que ofrecían su muelle refugio a ambos lados de la chimenea, y menos aún la sillita de caballete de roble que también se veía allí. La mesa de escribir era demasiado grande para ser de mujer, y estaba llena de papeles, mezclados con ceniceros y cajas de pitillos. Emblemas o cuadros de caza ornaban todos los accesorios del escritorio, y presidiendo la mesa lucían en marco de roja piel -¡oh escándalo de las personas honradas!- un retrato de la Otero dedicado a la excelentísima señora marquesa de Montaraz. Junto a la mesa de escribir, y al alcance de la mano, una pequeña biblioteca giratoria contenía los libros favoritos de la dueña. A ella, que no la diesen Lorrains, Rachildes ni Essebacs; eso para el memo de Julito, que pasaba de perverso, o para la necia de Lina, que también se las daba de desequilibrada; a ella que le diesen libros jocosos, verdes y picantes, pero modernísimos, porque Boccaccio y Aretino le reventaban. Algunos de Paul de Kock, bien escogidos -La Casa Blanca, La dama de los tres corsés, Entre niñas y brigadieres-, todo Willy, su favorito, y algo de Zola para cuando no podía dormir. Pero lo que más llamaba la atención en la estancia, y pintaba a su dueña de cuerpo entero, era una estatua de la Venus de Médicis, terciado un capote de paseo y sombreada la frente por el cordobés.
Sentose, pues, María, y cogiendo mimosamente las manos de su amiga, dispúsose a cuadrarla para la famosa estocada:
-Conque cuenta, monísima, cuenta. Decías que Willy, anoche...
La otra alzó vivamente la cabeza, con un gesto de ansiedad:
-Yo no he dicho eso... pero tú sabes algo. ¡Dímelo, mujer, por Dios!
-Pero, criatura, ¿qué quieres que sepa yo? -protestó hipócrita la morena.
-Sí sabes, sí, María; ¿por qué negármelo? Tú has hablado con Julito, y Julito estuvo con él. ¿No ves que esta duda es atroz? ¿No ves que tengo que ponerme en lo peor? Anda, sé buena, salada.
Y había dolorosa humildad en su súplica.
La Montaraz se compadeció.
-Mira, no es nada extraordinario; pero como tú eres tan celosa y te impacientas...
-Tendré paciencia.
Y era sumisa.
-Pues verás -comenzó la chismosa, con las de Caín-, no tiene nada de particular, al fin y al cabo; anoche, después de irnos, se volvieron al foyer, y allí cenaron con la Soler.
Lina saltó exasperada:
-¡Y te parece poco! ¡Y dices que no tiene nada de particular! Pues, ¿sabes lo que te digo yo? ¡que es una infamia!
María trató de calmarla.
-¡No seas loca! Se puede querer a una persona...
La otra protestó airada:
-Si es que no me quiere.
-Pues si tan segura estás...
-Pero es que le quiero yo -afirmó rotunda; y con gesto rápido alzó el tul que velaba de azul el rostro peregrino, y nerviosa enjugó con el pañolito de encajes una lágrima más imaginaria que real.
-Pero aunque así sea, -predicó María-, si no te quiere, haces mal en seguir. ¿A qué comprometerte, desprestigiarte, luchar, si tan cierta estás? Aunque siempre sea peligroso, todavía cuando tiene una seguridad de encontrar la felicidad, aun se puede echar todo a rodar; pero así...
Lina tomó ese aire de misterio peculiar a quien va a hacer a un extraño la revelación que oculta tragedia interna o a iniciarle en raro fenómeno de psicología.
-Mira, María -comenzó-, te voy a hacer una confesión, a ser franca, franca como no lo he sido ni lo seré con nadie; no quiero tener en este momento ni amor propio de mujer guapa, ni siquiera de mujer. Pues óyeme: ahora, segura de que no me quiere, engañada por él, traicionada, humillada, ¡soy feliz queriéndole! Y hasta pienso a veces que somos más dichosas cuando queremos que cuando nos quieren a nosotras. De que nos quieran nos cansamos; de querer nonos cansamos nunca.
María la contempló asombrada. ¡Pero, aquélla no era su Lina! ¡Se la habían cambiado! ¡Y ella que llegó a admirarla en un tiempo! ¡Cómo se conocía que se iba haciendo vieja, y por eso, como toda mujer al sentirse declinar, se aferraba a su pasión con el cruel temor de que fuese la última!
Lina siguió:
-Y en el fondo tengo la esperanza. de que Willy llegue a quererme. Verá en mí tal cantidad de amor de cariño, de ternura, que a la fuerza acabará por convencerse de que jamás en nadie lo hallaría igual, y se dejará vencer.
María fue leal.
-¿Quieres que te sea franca? Pues yo, no. Aparte de que en el amor soy partidaria del flechazo, y creo que se quiere o no desde la primera mirada, no tengo fe nunca en que un inferior nos ame. Podrá querernos; amarnos, jamás. Tiene que ver en nosotros instrumento o dueño: al instrumento no se le ama; al dueño se le engaña. Para amarnos hemos de buscar un igual; mejor, un superior. Para un inferior somos lo necesario -nadie aprecia lo necesario más que cuando carece de ello-; para un igual, lo común -nos es indiferente, por regla general-; para un superior, la locura, y todos aman su locura.
Lina calló un instante; luego dijo:
-No sé, no sé; pero ya ves; además, estoy tan sola, no tengo a nadie en el mundo... (porque tener a Perico y a Baby no es tener a nadie) y necesito que me quieran o, al menos, que me lo digan.
María se encogió de hombros.
-¡Bah! Eso no te ha de faltar...
Lina alzó los ojos. Una mirada triste pasó por su rostro, como la sombra de una rosa por un espejo de plata.
-Sí, ya lo sé. Pero yo he perdido mi facultad de creer. Cualquiera que viniese después de Willy supondría que lo hacía por interés o por vanidad, no por amor. Willy ha matado en mí la fe, y, ya sabes, el amor es como un cristal de ilusión: si de pronto se rompe, volvemos a ver las cosas tal y como son.
María se hacía cruces. ¡Loca, Señor, loca, de remate!
La Monreal calló un instante; luego murmuró doliente:
-¡Qué felices son las mujeres honradas!
La cínica hizo una mueca despectiva:
-Hija, no puedo decirte. No soy voto en la materia.
La primera vez que la condesa Carolina de Monreal sintió aquella sensación de tedio, de tristeza, de abandono, fue en Monreal-Cottage.
Monreal-Cottage era su gloria y su elegancia. En sus tiempos felices de apoteosis había querido tener, a semejanza de los que las grandes damas inglesas poseen en Escocia, un coto de caza con campestre y señoril residencia, donde pasar la primera parte del otoño -paréntesis abierto en su vida mundana entre el agosto de Saint-Moritz, Ostende o Carlsbad, y el octubre parisién-. Y dada a buscar lugar propicio, recordó que entre los bienes heredados de tía Carmina había unas posesiones allá en la provincia de Ávila, donde, según es fama, tuvieron su casa solariega los Monreal, y, según María Montaraz, la cueva desde donde salían a robar a la carretera. Quiso que aquella residencia tuviera carácter, mucho carácter, y asesorada por Julito, persona de exquisito gusto y de un barniz estético a la violeta, comenzó las obras. Donde se asentaba el antiguo caserón hizo levantar uno nuevo, pero conservando todo el corte del primitivo. Enormes estrados de enyesadas paredes, que hacían destacarse más los retratos de familia (cada uno de la suya, según María) -viejos hidalgos, cenceños, avellanados, terrosos, melancólicas damas de palidez marfileña o rígidas abadesas- pintados por Carreño o Pantoja de la Cruz. Altos techos surcados de vigas; viejos reposteros blasonados, cerrando las puertas; enormes galerías, escaleras de piedra y vetusta capilla presidida por una efigie de la mística Doctora, la Beata Madre Teresa de Jesús. Separando el palacio de los campos de caza, un jardín, mitad galante, mitad monacal -monjil Versalles-, abría sus calles de bojes y arrayanes, guardadas por altos álamos o puntiagudos cipreses, sus arcos de follaje y sus plazoletas, donde en las quietas aguas, manchadas de líquenes, de las fuentes, se miraban airosos, como en aquellos otros que fueron gala y regalo de los provenzales jardines, testigos de las peregrinas Cortes de Amor, góticos pináculos.
Aquel año, tres después de la muerte de Adolfo Luna, y un año después de la caída del Ministerio de que formó parte Pedro de Monreal, fue cuando el tedio por vez primera hízola su fatal salutación.
Había muerto Fernando Santa Ana con cruel oportunidad, en el preciso momento en que iba a fracasar. Fue siempre el político español un espíritu de rara sutilidad y exquisitez. Era un artista y un sabio; admirable político teórico, había nacido para las grandes luchas, y las pequeñas intrigas le vencían, le fatigaban. Sin verdadera, voluntad, incapaz de imponerse, con mano de hierro, vacilaba tambaleándose a cada paso. Había llegado al poder con los honores del triunfo, sonando clarines y repicando tambores; a banderas desplegadas. A sus planes irrealizables nadie contestó con una negación que le enardeciera, ni una protesta que le hiciera luchar; parecieron todos conformarse conquistados, y luego, a sus generosos impulsos, opusieron la inercia, y a sus arranques una pasividad absoluta, contemplando curiosos cómo se debatía contra lo imposible, seguros de que saldría vencido; y cuando descorazonado, aniquilado en la lucha con aquellos invisibles enemigos, iba a caer, la muerte sintió compasión, y ciñó su frente con el frío laurel de lo que hubiera sido, arrebatando a Lina su apoyo.
Había, pues, muerto Fernando Santa Ana; Pedro Monreal, alejado de la política, vuelto a sus hábitos de juego y disipación; Manolo Catalañazor, casado con una americana millonaria, ambulaba por Europa; Adolfo Luna había pasado en su corazón al rincón de las cosas olvidadas con tía Carmina, con el errante soñador que cruzara antaño como un fantasma por su camino; y en aquella vacuidad sentimental vivía Lina tan sólo de satisfacer vanidosos goces cuando surgió la fatalidad.
Había sido aquel año la atracción, el clou, como decían ellos, de la otoñada en Monreal-Cottage, la estancia allí de la duquesa de Ponferrada, -que les había dado la lata a todos con su manía filarmónica, pues lo mismo era descuidarse que empezar ella a lanzar aullidos lastimeros, que pretendía hacer pasar por arias y romanzas, y que, mirando de quién venían, todos se veían obligados a aplaudir, sin perjuicio de que luego Calabrés afirmase, con general beneplácito, que la dama cantaba como un grillo con dolor de barriga -y de una ilustre dama francesa, la comtesse de la Tour-Maville, flor del faubourg. Completaban la colonia Pepita Pancorbo, la Franqueza, María Montaraz, el marqués de Zacinto, Julito Calabrés, Paco Estrada, el marqués de San Balandrán y el conde viudo de Casa Silvante, gran coleccionista de décimos vencidos de la lotería.
Tocaba el mes de septiembre a su fin; habían desfilado ya la Ponferrada y la francesa, y disponíanse todos a hacer otro tanto, cuando Lina comenzó a sentirse mal. Primero eran pequeños escalofríos que le acometían al caer de la tarde, después destemplanza, y por fin cayó postrada con calentura. La Pancorbo y Tinita, en cuanto se cercioraron de que no era cosa mayor, se largaron a Lourdes a hacer su anual visita a la Virgen, no sin ofrecerla rogar por su pronta mejoría; Julito, invitado en Bélgica al castillo de lady Rumbold -donde pensaba aburrirse con dignidad-, se largó también; los demás caballeros siguieron su ejemplo, y quedó sola María, que en los primeros días de octubre, y viendo convaleciente a su amiga, no pudo resistir sin el París de su alma, y se fue. Quedó, pues, abandonada Carolina en medio de la naturaleza, que moría con el otoño; sola, quizás por primera vez después de la triunfal venida a la corte; sola, enferma, aburrida.
Los primeros días pasolos tediosa, recluida en su cuarto -prodigio de cálida, elegancia, que contrastaba en la yerta tristeza del palacio como resaltaría, un rosal florecido en el yermo- leyendo novelas y viendo correr las horas insulsas. Pero, una tarde sintió la tristeza infinita de las cosas que se van para no volver, la melancolía de lo fatal e irremediable.
Yacía Lina tendida en un diván; sus ojos se habían alzado de las páginas del libro, y vagaban por el jardín en calma; descendió el crepúsculo; sobre el cielo albeante las copas de cipreses dibujaban sus siluetas negras semejantes a mortuorios obeliscos; en la amarillez de las calles enarenadas las hojas trazaban laberintos obscuros, y el pináculo de la fuente mirábase inmóvil en las aguas manchadas de liquen. Así visto el paisaje a través del cristal, inmóvil, petrificado, tenía apariencia quimérica de luctuoso panorama. Y Lina sintió la tristeza de las cosas pretéritas, la melancolía inmensa de su soledad.
Quiso vivir un recuerdo, y buscó anhelosa en el fondo de su alma algo que fuera antídoto de su amargura. No lo halló. Su marido, jugándose la fortuna en compañía de Lola; Baby, un muñeco de cera; Adolfo Luna, y el solitario que cruzara antaño su camino eran sombras, y como sombras se evaporaban. Sintió la quemante humedad de las lágrimas, y permaneció así hasta que los velos piadosos de la noche la envolvieron.
Desde entonces aquella sensación le hirió de vez en cuando.
Había transcurrido un año, y hallábase Lina en París, cuando conoció a Willy. El octubre había sido de los más divertidos. Lina, María y Julito, libres en la independencia propicia de París, desbarraban. Llevaban corridos cuantos bailes raros, cuantos cenáculos alborozados, cuantos cabarets de fama dudosa o francamente, mala conocían, cuando un día presentose Julito con un convite para una sesión de ocultismo en casa del célebre pintor holandés Wander-Helden. La Monreal había comenzado por negarse en redondo a ir; pero la insistencia de sus amigas, que decían tomar sobre su conciencia aquella locura, junto con su curiosidad y con la certeza de que de no ir ella irían las demás, la decidieron.
Dos criados exóticos, un rubio y un egipcio, vistiendo raros trajes de oriental magnificencia, abrieron la puerta del estudio, inclinándose a su paso, y halláronse los españoles en el más inquietante de los escenarios. Paños de terciopelo negro, bordados en raros emblemas de plata, pendían de las paredes como en una cámara mortuoria; flores monstruosas, de belleza inquietante, morían en ambiguos vasos etruscos; extrañas plantas surgían de grandes tibores chinos, que elefantes de pórfido sustentaban sobre sus grupas en los ángulos de la estancia. Una estatua de la diosa Kali surgía trágica en su horrible fealdad, asentada en un trono izado sobre cuatro esqueletos de caballo. El frente principal ocupábalo el cuadro que, inmortalizando a Wander-Helden, lo inutilizara para siempre: «Las nupcias del Amor y de la Muerte». Desde el primer instante aquella pintura producía una opresión extraña, una angustia indefinible.
Sobre un fondo de residencia feudal del siglo XIII, de una vaguedad de ensueño, avanzaba un cortejo nupcial. La figura del novio respiraba alegría confiada; sus cabellos de oro caían sobre la frente con una onda llena de gracia, y sus labios rojos, un poco carnosos, parecían sonreír a la vida. Pero contemplando bien aquella figura, observábase que sus ojos eran turbios, vidriosos, como si invisible venda impidiérale ver. En cambio, los de la pálida princesa que se apoyaba en su brazo brillaban como siniestros fuegos fatuos, tan hondos, tan profundos, que no aciertan a divisarse sus pupilas. Era criatura de belleza admirable; su rostro, demacrado, tenía la palidez del nardo; su cuerpo, esbeltísimo, parecía dotado de un no sé qué de inmaterial, de etéreo. Pero las albas rosas que coronaban su frente palidecían con ese amarillento colorido que toman las flores en contacto con un cuerpo muerto; los argentados bordados de su túnica fastuosa parecían parodiar las líneas del esqueleto humano, y toda su figura respiraba algo de irreal, de quimérico. Tras aquella pareja avanzaba otra y otra, y luego otra, hasta perderse en las lejanías del gótico claustro como una procesión de ultratumba.
El autor de la obra y dueño de la casa salió al encuentro de las españolas, encantado de recibir a tan principales damas. Su tez vagamente azulada, sus párpados hinchados, sus ademanes tardíos, cansados, y su persona toda que respiraba vencimiento, denunciaban en él al morfinómano. Elegancia afectada, exquisita, envolvía su persona. Amable, procedió a presentar a las recién venidas a la asamblea, congregada ya en torno al trono de la diosa.
La luz crepuscular, que al filtrarse al través de la vidriera historiada con el Santo Entierro tomaba tintes lívidos, envolvía en su claridad de cripta los extraños invitados.
Eran nueve o diez. Una condesa italiana, gorda, fofa, inmensa, que parecía atacada de elefantiasis, supersticiosa y sensual, que imploraba de la Madona la fidelidad de sus amantes; un príncipe alemán, de fieros ojos y enhiestos mostachos, que renunciara a las preeminencias de su estirpe para debutar como duetista excéntrico en compañía de una perdida; una lady inglesa, con el cabello cortado y viril empaque, excéntrica y eterómana, que había paseado Europa en masculino arreo; Willy Martínez, escultor español, y cuatro o cinco artistas bohemios. Wander-Helden procedió a las presentaciones: -La contessa Baldoni... el príncipe Rodolfo de Wertestein... Lady Floria, Willy Martínez...
Los ojos de Lina, verdes y acuáticos, reflejaron en los ojos acerados y misteriosos del español, y sintió una sensación extraña, como si algo la previniera que había hallado la fatalidad de su vida, esa fatalidad que tarde o temprano todos encontramos, y a la que no pocos sucumben. Desde aquel instante sus pupilas se clavaron en él insistentes, provocadoras.
La nigromántica -una mujer anciana, bajita, con el cabello blanco y modesto traje negro -había llegado, y leía en las manos de la contessa Baldoni su destino, todo un futuro de amor. Aprovechando un instante en que la atención de todos se hallaba fija en las palabras de la adivina, la Monreal se acercó a Willy.
-Vivimos María y yo en el hotel Ritz -dijo-. Tendremos mucho gusto en recibir su visita. Entre compatriotas...
La voz cansada de Wander-Helden cortó sus palabras. Le llegaba el turno de interrogar al destino. Cuando se halló frente a la maga, y los ojos de ésta, fríos, triangulares, se clavaron en ella fascinadores, sintió temor y se arrepintió de haber interrogado a los hados. La mano sarmentosa de la adivina corría por la suya con una tenuidad de extraña pesadilla, trazando raros dibujos, y de pronto la voz de la sibila, sonó agorera, profética, como eco de la fatalidad:
«Jugará usted su vida a un amor como fortuna a una carta... ¡y perderá!»
Sin vacilaciones, sin dudas, fatal e inconscientemente, se entregó a Willy a la primera palabra; no esperó a hacerse valer ni a hacerse desear; se entregó por una necesidad moral de abdicación y de renunciamiento. Ella que había dejado correr su vida sin amar jamás, sacrificándolo todo -sentimientos, ternuras y creencias- a su ambición, comenzó a desandar el camino, sintiendo en el declinar una extraña ansiedad de afecto. Ella que viera morir con un gesto de desdén a Adolfo Luna; ella que asistiera impávida al fracaso y agonía de Fernando Santa Ana, su instrumento y pedestal; que en su carrera triunfal por la vida pasó indiferente al acatamiento de todos, sintió vehemente pasión por aquel vividor canalla que hallara en su camino. Por lo mismo que él no puso nada de su parte, sintiose ella más ligada, prisionera de su indiferencia.
De vuelta en Madrid, comenzó una lucha extraña. El escultor no la amaba; veía en ella un instrumento, una escalera, algo necesario, preciso en su vida... y no la amaba. Y Lina, por el contrario, quería ser para él el amor. Al sentirse envejecer, al no respirar ya aquella atmósfera de deseo tan pesada que casi la palpaba flotando en torno suyo, quería hacerse desear y hacer ver a los demás que era deseada.
Segura de su decadencia, tal vez con el íntimo convencimiento de que aquel amor era el último, se aferraba a él queriendo que la amasen por sí y no por lo que representaba en la vida. Era lo imposible. Una rebeldía ingénita contra el dueño llevaba al escultor a amar a todas las mujeres, menos a ella. Entonces celos rabiosos agitaban con furores de vendaval el alma dominadora de la Monreal; celos irrazonados, violentos, invencibles. Una mirada, una palabra, un aparte, bastaban a desencadenar la tormenta.
-¿Ves? ¿ves como eres un canalla? ¿Cómo no me quieres? -clamaba desatentada, loca.
Él se sentía harto, cruel.
-Pues bueno, ¡no te quiero! ¡y se acabó!
Entonces la ira se deshacía en llanto. Imploraba triste, quejumbrosa, humilde. El veía lo que podía perder, sentía lástima de ella y le prodigaba una limosna de ternura, una migaja de pasión.
Consolada, feliz, quería exhibir su triunfo, y corría a María. Sonrisa irónica o mirada ambigua de ésta volvíanla a sus desconfianzas, y despechada, no vivía hasta hallar a Willy y recomenzar la escena.
La vida así era imposible. Todo se torcía, se derrumbaba, caía, en la existencia de la condesa de Monreal. Su marido, dejado a sí mismo, vagaba en compañía de perdidas por los grandes centros de juego de Europa, y no contento con ello, había comprometido su fortuna en dudoso negocio con una compañía navieras hispanoamericana. Las gentes de su mundo comenzaban a mirar aquello no como una aventura, sino como un escándalo. Y Lina, en lugar de retroceder, herida en su amor propio, avanzaba más. A los desdenes y murmuraciones contestaba con puñados de barro que les arrojaba al rostro. De un fracaso se reponía con un triunfo que le costaba una finca. Cada pasajera victoria eran algunos miles menos. Caminaba ciega a la ruina. Ella y María, decididas a ser libres, costara lo que costara, se aislaban para hacer su voluntad sin freno ni barrera. Una horda de parásitos que con tal de ir con ellas pasaban por todo, les rodeaban en la vida; y todo vacilaba, se desmoronaba, amenazando hundirla. Y por cima de todo, borrando lo demás como un leitmotiw funesto, lucía una idea: ser querida, deseada, eternamente amada, victoriosa, joven...