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Placeres de verano | Andar descalzos nos hace mejores personas o cómo desnudar los pies se ha convertido en un símbolo de libertad (y estatus)

El ‘barefoot chic’ se ha convertido en una etiqueta glamurosa, como prueba que Kanye West se ha pasado todas sus vacaciones caminando descalzo por Italia. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Un viandante pasea descalzo por un parque. FOTO,Mònica Torres EL PAÍS
Un viandante pasea descalzo por un parque. FOTO,Mònica Torres EL PAÍSMònica Torres

El artista antes conocido como Kanye West ha pasado sus vacanze romane a zapato quitado. Descalzo sobre el abrasador y mugriento empedrado de la capital italiana, rebelde quizá imaginando la playa bajo los adoquines eternos junto a su nueva esposa (sin reconocimiento legal), la arquitecta Bianca Censori, que a pesar del nombre no es lugareña, sino australiana. La pareja también tuvo tiempo de saborear un gelatto en Florencia, las plantas de sus pies desnudos fundiéndose con las calles a 35 grados y una humedad en el aire del 79 por ciento, pegajosa gentileza del Arno. Luego volvieron a Roma, hace apenas dos semanas. Él, a rapear invitado por su pupilo Travis Scott en concierto en el Circo Máximo (dónde si no), la cabeza cubierta, los pinreles al aire, contumaz; ella, a enfrentarse a una posible multa de hasta 10.000 euros por lo indecoroso (sic) de su indumentaria. A ver si los pies van a ser las
nuevas tetas.

Nadie quiere ver los pies. No gustan, tienen poca gracia. Y peor fama. Se entiende que cueste contemplarlos –ya no digamos olerlos– descalzos, al menos si no hay una filia de por medio. Callos, juanetes, ojos de gallo, uñeros, ampollas, hongos, rugosidades, durezas que amarillean, empeines peludos que ni un hobbit, mejillones en lugar de uñas. Menudo desfile a pie de playa y piscina. Hace unos años, el Ilustre Colegio Oficial de Podólogos de la Comunidad Valenciana (ICOPCV) informaba de que siete de cada diez españoles sufre además para pisar con garbo, una estadística que ha devenido canónica. Le pasa incluso a Doña Letizia, que padece metatarsalgia, dolorosa inflamación del nervio interdigital, por lo general entre el tercer y el cuarto dedos. Cuentan que, en cierta ocasión, Mariano Rajoy, despachando en Zarzuela, la pilló con los tacones en la mano, harta.

Uno, de pie cavo, da fe. En mi caso, una planta con más arco que el de un puente romano me provocó la rotura del tendón de Aquiles en el verano de los Juegos Olímpicos de Londres, en 2012. También tengo más separación de la debida entre pulgares e índices, pero eso me lo provoqué yo mismo, de tanto empeño en llevar las chanclas al estilo de los surfistas brasileños, o eso decían: se gira el vértice de las tiras al lateral exterior, de manera que el talón queda sujeto, solo una tira cruzando el empeine desde el dedo gordo, sometido a mayor presión por su anchura (de visita a un pueblo nubio, a orillas de Nilo, me pasé la mañana customizando chanclas así a petición de la chavalería, fascinada por el invento mientras yo maldecía la moda). Ahora detesto las chancletas. Calzarse mal es lo que tiene. Mejor ir descalzo y hacer la vista gorda.

Liberar los pies de la opresión/represión zapatera al que se los somete durante casi todo el año es, claro, prerrogativa estival. Asomando a la fresca por el extremo de la tumbona, pisando la línea de los horizontes de grandeza, el mar al fondo, la postal recurrente enviada desde el filo de las redes sociales que anuncia el inicio de las vacaciones (“Aquí, sufriendo”, todavía hay quien apostilla) se lee como una declaración transversal de principios, interclase, intergénero. Uno de esos pocos gestos, entre contestatario y placentero, que nos iguala. En Descalzos por el parque, a Neil Simon le sirve como metáfora de la inconsciencia, del comportamiento irresponsable y dionisíaco. Cambiar la nieve original en la obra del dramaturgo y guionista neoyorquino (lo mismo que en la célebre adaptación cinematográfica de 1967, con Jane Fonda y Robert Redford) por la arena caliente o el asfalto lávico no la alterará. Pero qué importa la falta de juicio cuando la experiencia resulta tan reconfortante. Y poderosa. Sí, practicar el descalcismo también es empoderante. Lo de (Kan)Ye, por ejemplo, sería una demostración de poder: Adidas podrá haberse embolsado cerca de 500 millones de euros el pasado mayo, tras despachar el stock de zapatillas Yeezy que le quedó por vender una vez roto el jugoso contrato de colaboración con el rapero a principios de año (consecuencia de su escalada racista y antisemita), pero es que a él, el tipo que revolucionó el mercado del calzado deportivo, no le hace falta siquiera calzarse. “Tampoco me sorprendería que fuera una estrategia y que la próxima vez que lo veamos calzado sea con un nuevo diseño suyo”, concedía el que fuera su último su jefe de prensa, Jason Lee, a propósito de los pies desnudos del controvertido artista, del que, por cierto, se sabe que ha visitado una factoría de Prato, en el cinturón textil toscano, durante su escapada italiana.

Poco antes, en Los Ángeles, ya se lo había visto luciendo unos Sandal Socks, calcetines de neopreno que dan la sensación de pie descalzo usados por los deportistas de arena y algunos corredores.“El tipo que perdió 1.500 millones de dólares” (lo que le costó la ruptura con Adidas), señalaron entonces los tabloides. Porque al final todo se reduce a dinero. Fuera de temporada, lo del barefoot, como lo llaman, es de locos. O de sospechosos de paganismo. En el mejor de los casos, de hippies. En el peor, de pobres, según el convencionalismo aporofóbico. Cualquiera diría, sorpresa, que para muchos sea una actitud vital. Y no tan novedosa, que la cuestión colea desde 2009, cuando el periodista Christopher McDougall (ejerció de corresponsal de guerra para la agencia Associated Press) publicó el best seller Nacidos para correr y se desató la fiebre descalcista. “Estamos convencidos de que la vida es mejor –y las personas también– cuando vas descalzo”, afirma Roald Hoope, fundador de la firma holandesa Panta Sandals, dedicada a la innovación del calzado minimalista, apenas unos milímetros de gomosa distancia entre suelo y pie. “Es parte de nuestra herencia grecorromana. Como los hemerodromoi, los mensajeros-corredores que mantenían la comunicación entre las ciudades estado”, dice, echándole épica a un relato que va de Filípedes a héroes modernos como Abebe Bikila, la flecha de ébano etíope que se colgó el oro olímpico corriendo descalzo la maratón en 1960, en Roma (tenía que ser en Roma), la corredora sudafricana Zola Budd o el triatleta gallego Iván Raña. “Caminar descalzo es algo que se ha etiquetado como exclusivo de las personas pobres o ignorantes. En cambio, usar calzado es sinónimo de civilización y progreso. Pero eso no es cierto, reminiscencia del falso pudor ante el cuerpo desnudo”, esgrime el poeta y académico mexicano Abel Pérez Rojas, descalcista desde hace cuatro décadas.

En junio, la división cosmética de una firma  de moda de lujo francesa se marcó una fiesta en un resort marbellí para inaugurar comercialmente el verano. La única condición de etiqueta requerida a los invitados (Adriana Ugarte, Manuela Velasco, Iván Sánchez, Fernando Andina…) decía: barefoot chic.

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