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Abusos sexuales
Tribuna
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Cómo ayudar a una persona que fue víctima de abuso sexual infantil

Todo trauma psicológico deja huellas, pero el abuso sexual en la infancia especialmente. Cuando ya ha ocurrido, son fundamentales la escucha, la calma, el apoyo y la esperanza

Una mujer se columpia en un atardecer.
Una mujer se columpia en un atardecer.AntonioGuillem (Getty Images/iStockphoto)
Guillermo Lahera

Hubo una época en la que el abuso sexual a los niños y adolescentes estaba normalizado o banalizado, pero esto ya se ha acabado. Hoy sabemos que la experiencia de ser —o el doloroso recuerdo de haber sido— un mero objeto de satisfacción erótica por parte de un adulto produce una profunda y duradera herida personal. Conlleva una íntima vivencia de indefensión ante el mundo, que abre el camino a nuevos traumas, y pulveriza el sentido de dignidad personal. Algunos autores hablan de la “brújula interna rota”, el desconcierto de haber sido por momentos una cosa, un elemento de satisfacción, no un ser humano, y de recordar que donde debía haber ternura y protección sólo hubo jadeos y el aliento del monstruo.

Todo trauma psicológico deja huellas, pero el abuso sexual en la infancia especialmente. Multiplica por 3,5 el riesgo de desarrollar un trastorno mental, especialmente depresión, estrés postraumático, ideación suicida, bulimia, disfunción sexual y problemas psicosomáticos. El cuerpo a veces grita. Al desvelarse los hechos terribles, aparecen profundos sentimientos de vergüenza, culpa, pena o miedo.

El perpetrador se encarga de tejer una red de señuelos, mentiras y ocultaciones para no ser descubierto, y la víctima se tortura por haber aceptado ese regalo secreto elegido exclusivamente para ella, haberse creído el favorito del equipo de baloncesto —y tener además “unos ojos azules muy bonitos”—, haber aceptado ese absurdo y secreto pacto de silencio en el vestuario o en el aula de teatro. El pederasta puede utilizar la estrategia del favoritismo, aliarse con el rebelde adolescente contra sus padres o recurrir al chantaje personal —“si lo cuentas, estás muerta”—; puede utilizar y manosear los ideales nobles del deporte, la familia, la cultura o, como tantas veces, la religión. Su único propósito es profanar la infancia, porque le satisface sexualmente.

Afortunadamente, hay muchas personas que fueron víctimas de abuso sexual que han seguido adelante, sin llegar a desarrollar psicopatología o requerir ayuda profesional. Pero hay factores que dificultan este heroico proceso: la permisividad del delito, el silencio familiar, la falta de castigo, el encubrimiento y la negativa a colaborar con la justicia. En EE UU, las cifras dan bastante pavor: el 13% de las mujeres y 1,2% de los hombres han experimentado penetración forzada, y aparte, un 14% recuerda haber sufrido algún otro tipo de coerción sexual. Más de un tercio de estos abusos sexuales se producen en el hogar, con familiares varones de mayor o menor grado (padrastros y padres, abuelos, tíos, algún hermano mayor en el despertar de su adolescencia, vecinos) como principales perpetradores.

Se juntan en ellos dos tendencias: una atracción sexual atípica hacia los niños o adolescentes (pedofilia o hebefilia, respectivamente) —mostrada en una preocupación aumentada por el tema, consumo de pornografía, gustos inusuales por elementos infantiles— y unos rasgos antisociales, es decir, poco respeto hacia las normas y los sentimientos ajenos, insensibilidad al dolor, asunción de riesgos y comportamiento inestable e irresponsable. Algunos pederastas están encubiertos y parecen las mejores personas del mundo. A menudo la rabia de las víctimas se dirige hacia aquellas personas que permitieron o no detectaron el abuso: “¿Pero no lo veíais?”, claman. Sin caer en un alarmismo paranoide, la protección a la infancia empieza por no abandonar a los niños a su suerte, en manos de desaprensivos. Cierta vigilancia inteligente es preventiva.

Escuchar con atención y ofrecer apego

Lo primero es escuchar. Si la víctima tiene tanta confianza en nosotros como para contarnos esto, no debemos decirle “de todo se sale” o “eso ya quedó atrás”, ni tampoco introducir puntos de cuestionamiento o culpabilización. Toca escuchar con calma, sin juzgar ni tratar de solucionarle las cosas ni decirle “sé cómo te sientes” (porque no es así, solo nos lo podemos imaginar de lejos). Darle todo el apoyo que podamos, sin fisuras, favorece que reciba apoyo social y legal, que normalice sus actividades, que no haga de ese recuerdo el centro de su vida, pero respetando su propio ritmo.

Sin alarmarnos, al observar su comportamiento, es posible que aparezcan síntomas o conductas autolesivas. Entonces, si lo requiere, podemos ofrecerle ayuda profesional. Hay terapias psicológicas como la cognitivo-conductual o el EMDR (terapia de desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares) que han demostrado eficacia. A veces, un fármaco puede aliviar mucho el tormento. Darle seguridad, apego seguro —no intermitente—, genera un espacio de diálogo para que comparta su experiencia y, ojalá, su historia de superación.

El psicólogo Georges Politzer recomendaba a los estudiosos de la mente que “lean ficción, donde los dramas biográficos fluyen, antes de enfrentar monografías científicas que los congelan”. Pensé en ello leyendo la maravillosa novela En la boca del lobo, de Elvira Lindo, en la que fluye una niña de once años llamada Julieta, que no colabora, que encuentra dolor y paz produciéndose lesiones, que se disocia y no sabe a veces quién es quién, que vive en la vergüenza perpetua y tiene un pasado secreto. Afortunadamente, encuentra a alguien que la escucha con atención y le da un lugar en el mundo. Es un ejemplo de cómo la buena literatura puede retratar la psicología humana y trascenderla.

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Sobre la firma

Guillermo Lahera
Es profesor titular de Psiquiatría en la Universidad de Alcalá y jefe de sección en el Hospital Universitario Príncipe de Asturias. Es editor jefe de The European Journal of Psychiatry.
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