¿De dónde sale la flor de sal? Aprendiendo sobre un oficio artesanal en los esteros de Cádiz
Salinas La Esperanza no es solo un centro de investigación, también una interesante visita para conocer una práctica ancestral, disfrutar del turismo ornitológico y probar la única piedra que se come
Desde principios del siglo XVIII se utiliza, al menos en francés, el término flor de sal para referirse a unos cristales de sal, tiernos y húmedos, que se forman en la superficie de las marismas gracias a la acción combinada de las brisas y la salinidad de las aguas. Hoy producto gourmet, la flor de sal sigue recogiéndose con esmero (una maniobra brusca la desharía en aguas del estero), gracias a técnicas artesanales que se transmiten de padres a hijos y que, en los últimos años, se han revalorizado en el mercado gastronómico. En España, entre varias zonas salineras, hay una que destaca por la belleza de sus roturados y la apertura sin reservas al gran Atlántico de los vientos eternos: son las marismas de la bahía de Cádiz, epicentro de una actividad ecológica, de investigación y de aprovechamiento gastronómico y económico ejemplar.
Esta nueva fiebre de la sal constituye quizá la tercera resurrección de un producto que en un tiempo se intercambiaba por oro, en los mercados transaharianos de las caravanas entre Sijilmasa y Tombuctú, antes de que Colón llegara a América y se trastocaran las cotizaciones internacionales. Otra época de furor salinero se conoció, en torno al Mediterráneo, antes de la Revolución Industrial, hasta bien entrado el siglo XIX, cuando llegó el frigorífico y la sal dejó de ser el único recurso para la conservación de los alimentos. Lo cierto es que en Cádiz, en tiempos de romanos y fenicios, las lenguas del mar en la tierra se convirtieron, con la mano del hombre, en esta especie de serpentín, cada vez menos profundo, que va consiguiendo una mayor evaporación, y la sedimentación de todo lo que no es sal (como los yesos y los sulfatos nocivos, que quedan atrapados en los sucesivos estanques). Este filtrado de los esteros es el que sigue permitiendo que, a través de un sistema de compuertas, pero sin cemento, el agua se evapore para que la sal caiga, depurada, al fondo. Antes de que llegue al tajo, que tiene una profundidad de apenas cuatro dedos, el agua marina circula por los canales de algo más de un metro de profundidad (las vueltas de retenida) y por otros recovecos con calentadores y concentradores (a los que los salicultores llaman vueltas de periquillo). A ojos del visitante, este suelo que zigzaguea líquido, hecho de reflejos de nubes entre la hierba, constituye un paisaje inolvidable.
Visitas para rastrear aves y conocer cómo se “marea” al agua
“Un buen salicultor tiene en cuenta cada tipo de viento, la temperatura del aire y la salinidad del agua: la flor de sal se extrae al amanecer o al atardecer, con una redecilla, como un limpiapiscinas. Ese hielito que queda flotando se usa en alta cocina, en crudo tiene un gusto exquisito y se deshace en la boca”, explica Alejandro Pérez Hurtado, director de los servicios centrales de investigación en salinas de la Universidad de Cádiz, en Salinas La Esperanza. Allí se dedican a recuperar prácticas ancestrales para traerlas al siglo XXI, cuando el mercado demanda como nunca los subproductos de la única piedra que se come, a través de esta sal gourmet.
“La salinidad del agua en el mar es de aproximadamente 36 gramos por litro y se incrementa en las vueltas de retenida y las de periquillo para llegar a tener, en el tajo, hasta unos 270 gramos por litro. Para eso, se ha mareado al agua, dejando que el sol la evapore. Es una sabiduría que ha pasado de generación en generación”, cuenta el investigador que hoy dirige un equipo muy activo y multidisciplinar que propone visitas y voluntariados de conservación del ecosistema. Las visitas están adaptadas a diferentes tipos de público (niños, estudiantes o adultos, con o sin conocimientos previos), para aprender todo lo que se puede hacer en las salinas aparte de extraer sal .
Estos voluntariados y talleres educativos han retomado recientemente su marcha, con unas primeras acciones que consistieron en aportar sustratos en las áreas de cría de polluelos, ya que la primavera es la época en que los pájaros de las marismas construyen sus nidos para poner sus huevos a buen resguardo. A esto se agrega el turismo de observación ornitológica, para el que el ave rey es el chorlitejo patinegro, un pájaro de humedales que llega a Cádiz desde África y el resto de Europa. Los más divertidos son los paseos divulgativos de identificación y rastreo de avifauna, porque en ellos se explica cómo se adapta cada especie al ecosistema, por ejemplo, en el caso de las aves, con patas o picos más largos para pescar. En cada época del año, hay paisajes y actividades atractivas para participar y comprender todo lo que trae la sal.
Las inscripciones y consultas pueden hacerse a través de la página de Facebook o de Instagram o por correo electrónico (scise@uca.es).
Gastronomía junto al área de cultivo e investigación
Cuando el viento sopla fuerte, la sal de los tajos va cristalizando y cae al fondo, con lo que se forma una sal más gruesa que la de la flor, que es la sal marina virgen, también con un gran valor en el mundo de la cocina. Cabe destacar que, aquí, todo tiene más que ver con la calidad de lo cultivado que con la cantidad de las salinas intensivas o la minería con máquinas. En los esteros de Cádiz no se meten excavadoras para extraer sal de los tajos o de las grandes superficies de cristalización, por lo que el producto no se ensucia y no hace falta lavarlo con agua a presión. Estos procedimientos de limpieza de otros ámbitos “se llevan consigo los oligoelementos del mar tan importantes como el iodo, el magnesio o el potasio, por lo que en la sal de mesa industrial queda más porcentaje de cloruro de sodio (hasta un 99%) y por eso tienen que enriquecerla con iodo, a posteriori”, especifica el investigador de la Universidad de Cádiz.
“El salinero artesanal extrae la sal poquito a poco, con su vara, cada 15 días, y, a cambio, esa sal tiene alrededor de un 95% de cloruro de sodio. Cuando tamizas la flor de sal, tienes el granito y las escamas, que también son muy requeridas, y cuando bate mucho el viento, sale la sal de espuma, muy fina, que se recoge a mano”, desgrana Pérez Hurtado. Este cuidado en los procesos y la calidad del producto explica la razón por la que el kilo de flor de sal se comercializa por encima de los 30 euros.
Desde los esteros andaluces, así como lo hace el agua, se bifurcan también otros subproductos de comercio bio, que se consiguen gracias a las incansables olas marinas entrando por los canales, y que ofrecen empresas como la Salina de Biomaris, en Huelva, o San Vicente, en San Fernando. También se pueden degustar, allí mismo, los mejores robalos, doradas o lenguados, incluso ostras rizadas y camarones del estero, provenientes de explotaciones acuícolas artesanales que llevan entidades privadas (como Estero Natural) en salinas vecinas, pero cuyas visitas también pueden gestionarse desde las salinas de la Universidad de Cádiz.
“Todo lo que llega con el agua de mar es saludable”, se congratula Pérez Hurtado, que cuenta que, en 2012, la universidad de Cádiz consiguió la concesión de uso de la salina La Esperanza como un laboratorio natural de 39 hectáreas. A partir de entonces, se trabaja en mediciones sobre la capacidad de esos suelos húmedos como sumideros de carbono en la lucha contra el cambio climático o en la investigación sobre el valor nutritivo de plantas como la salicornia (de la cual proviene un polvo rico en potasio, con menos sodio, y yogures, por ejemplo), entre otras actividades que han constituido este espacio mixto como un vivero de empresas. Sin ir más lejos, en temas de ganadería que pasta en terrenos con plantas marinas, en las aplicaciones dermoestéticas con acción antioxidante de micro y macroalgas (o en su valor como materia prima de biocombustibles), en las propiedades farmacológicas de la dunaliella salina, rica en betacarotenos, y las terapias en aguas salinas, o la acuicultura en Puerto Real. El turismo deportivo (senderismo, rutas en bicicleta, paseos en kayac o paddel surf) es otra opción la mar de saludable.
La conclusión del investigador gaditano no deja lugar a dudas: “La salina artesanal es uno de los pocos casos en que las manos de las personas generan más biodiversidad”.
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