Dentro del no-lugar
Para Quinn, protagonista de 'La trilogía de Nueva York', de Paul Auster, las calles se convertían en un laberinto de pasos interminables, en el que podía vivir la sensación de estar perdido, de dejarse atrás a sí mismo
Pocas nociones han tenido más éxito entre las procuradas desde la antropología –que no, como veremos, por la antropología– que la de non-lieu, no-lugar, propuesta por Marc Augé en un libro publicado originalmente en 1992: Los no-lugares. Espacios del anonimato (Gedisa). Esa noción ha sido manejada por una cantidad notable de teóricos y profesionales de la vida urbana y, más allá, de las sociedades contemporáneas, en general para etiquetar algunos de sus escenarios más detestables, y casi siempre atribuyéndosela a Augé, como si fuera un aporte teórico propio. La prodigalidad de ese empleo, en el sentido propuesto por el etnólogo francés, ha acabado haciendo del no-lugar paradójicamente un lugar común, una especie de concepto-comodín de valor semántico sobrentendido en condiciones de ser aplicado a realidades espaciales a las que atribuirles cualidades negativas, cuales son el anonimato, la monotonía, la frialdad, la carencia de personalidad y de memoria…: las habitaciones de los hoteles, los cajeros automáticos, las grandes superficies comerciales, las terminales de los aeropuertos, los campos de refugiados, los hipermercados, las autopistas, etc.
En cambio, en sintaxis, no-lugar no tendría el sentido adversativo que le atribuye Marc Augé, puesto que sería lo que niega el lugar, no lo que se le enfrenta, en tanto el prefijo no no implica lo inverso del sustantivo que modifica –a la manera de contra o anti–, sino su inexistencia. El no-lugar es, pues, un a-lugar. El ejemplo en filosofía sería el no-ser de El Sofista de Platón, que no es lo contrario del ser, sino el heteron, lo distinto, todo lo otro. De hecho, la definición de no-lugar como ausencia o disolución del lugar fue la que hicieron suya los autores que emplearon el término antes de la publicación de Los no-lugares de Augé y en el propio escenario intelectual francés. Ese sería el caso de tres obras producidas casi consecutivamente en el entorno de un nuevo interés por la relación entre espacio y lugar: Lieux et no-lieux, de Jean Duvignaud (Galilée), de 1977; Pas à pas, de Jean-François Augoyard (À la croisée), de 1979, y La invención de lo cotidiano, de Michel de Certeau (Universidad Iberoamericana), de 1980, de este último el único no-lugar con el que dialoga el de Augé en el último capítulo de su libro, reconociéndolo como precedente.
Además de estos autores, y siempre antes que Augé, otros emplearon esa misma noción de no-lugar. Jacques Derridalo lo hace en 1967, en La escritura y la diferencia (Anthropos), cuando habla del no-lugar como un centro, pero un centro hueco, y de hecho inexistente, al que se llega cuando se descubre que no se puede huir del discurso. Emmanuel Levinas usa el concepto en una de sus lecturas talmúdicas, Judaísmo y revolución, de 1976, incluida en De lo sagrado a lo santo (Riopiedras), para referirse a la pérdida de lugar propio que supone el encuentro con el Otro. Maurice Blanchot, en 1983, en La escritura del desastre (Trotta), habla del no-lugar como un espacio en blanco vertiginoso en el que se precipita quien se atreve a superar ciertos límites. Henri Lefebvre también recurre al concepto en La producción del espacio (Capitán Swing), en 1974, para referirse a espacios en que la finitud de las prácticas sociales es purificada y liberada y se detiene para abrirse a la vigencia cercana de lo infinito y lo absoluto.
Pero el concepto de no-lugar aparece también para nombrar un espacio de dislocación, susceptible de darse la vuelta como un guante, de multiplicarse hasta el infinito o disolverse en sombras. Lo propone Robert Smithson en 1967, que define sus non-sites como lugares que podrían ser y representar otros lugares con los que aparentemente no guardan ninguna relación ni morfológica ni simbólica, paisajes sin forma y sin ni pasado, ni futuro, solo presente al mismo tiempo eterno y efímero, por el que llevar a cabo desplazamientos que son en realidad merodeos por tierras ilocalizables. Como si un lugar fuera algo así como un espejo tridimensional en que se viera reflejarse otro lugar, generando un lugar-ninguno. De este modo, su earthwork Passaic River, de aquel 1967, fue una excursión a los alrededores marginales de su ciudad, Passaic, Nueva Jersey, siguiendo la ribera del río que le da nombre y dando con monumentos extraños que habían llegado hasta allí llevados por el desorden y el azar. A esa región disgregada que se atraviesa la llama "panorama cero". La obra-excursión es una pieza interminable, hecha con los objetos obtenidos en el viaje, las fotografías, los vídeos, los mapas, las anotaciones del artista, pero también la presencia de quienes le acompañaban en su deambular por un sitio sin sitio, lugar en que nació pero que ahora se convertía en otra cosa, una tierra que había olvidado el tiempo.
El arte y la literatura procuran precedentes y paralelos interesantes de esa percepción trastocada de un lugar que lo convierten en no-lugar, a la manera del que proponen Alain Resnais y Margerit Duras en la película Hiroshima mon amour (1959), cuando hacen que las calles por las que pasea de noche su protagonista en la ciudad destruida por la bomba, se conviertan en calles de otra ciudad, Nevers, en Francia, como si un escenario se desdoblara en otro. Otro o ninguno, como le ocurría a Quinn, el protagonista de uno de los relatos de La trilogía de Nueva York, de Paul Auster, que amaba caminar por las calles de su ciudad convertidas para él en un laberinto de pasos interminables, en el que podía vivir la sensación de estar perdido, de dejarse atrás a sí mismo, reducirse a un ojo, haciendo que todos los lugares se volvieran iguales y se convirtieran en un mismo ningún sitio. Algo parecido en el intento de Georges Perecpor exprimir la Place Saint-Sulpice de París (Tentativa por agotar un lugar parisino, Gustavo Gili), cuando se fija durante uno o dos minutos en un punto cualquiera y puede, sin esfuerzo, imaginarse que está en Étampes o en Bourges, "o incluso en alguna parte de Viena (Austria) donde por lo demás nunca he estado".
Esos son algunos de los otros no-lugares que precedieron al popularizado por Marc Augé, que, lejos del que este teorizaba, no remiten a espacios banales y entristecidos, sino a esos lugares a los que a veces vamos a parar o por los que pasamos sin que existan, a no ser en el pensamiento.
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