Cambios ENRIC FOSSAS
Por razones obvias, uno de los principales ejes de la campaña para las elecciones del próximo día 17 es la idea de cambio. Cinco legislaturas consecutivas bajo el gobierno de la misma fuerza política constituye todo un récord en cualquier democracia occidental y casi desafía el criterio de Popper según el cual un sistema político es democrático si garantiza la posibilidad de echar al gobierno por medios pacíficos. Por supuesto, no estoy insinuando que Cataluña no sea un país democrático; sencillamente afirmo que los catalanes todavía no hemos comprobado la posibilidad de cambiar el Gobierno de la Generalitat a través de las elecciones. Tan sólo por esta razón, derrotar electoralmente al actual Gobierno sería un buen ejercicio de salud democrática: simplemente nos aseguraría de que ello es efectivamente posible. Indudablemente, una posible derrota de la coalición nacionalista que se ha mantenido durante 19 años en el poder autonómico supondría por sí sola un cambio decisivo en la política catalana. Pero ésta creo que está destinada a grandes alteraciones en un futuro no lejano, más allá del resultado concreto de las próximas elecciones al Parlament.
En efecto, una victoria de Maragall comportaría una completa sustitución del personal político y la adopción de nuevas políticas y estilos en el Gobierno de la Generalitat. Lo primero es claro, mientras que lo segundo, simplemente probable. En cualquier caso, supondría una mutación histórica puesto que rompería con un reiterado fenómeno según el cual cuando Cataluña ha dispuesto de autonomía y España de democracia (aunque ambas fueran reducidas), el nacionalismo ha logrado ser la fuerza dirigente en Cataluña. Así ha sido en este siglo con distintas versiones: el catalanismo regeneracionista de Prat durante la Mancomunitat, el nacionalismo radical de Macià durante la II República o el nacionalismo moderado de Pujol bajo la Constitución de 1978. Se ha tratado siempre de fuerzas implantadas exclusivamente en Cataluña, aunque con vocación de modernizar España, que han defendido la identidad nacional y la autonomía política operando con pragmatismo y ambigüedad. Por el contrario, el catalanismo de orientación federalista, inspirado básicamente en Almirall, no ha tenido nunca en este siglo una posición dominante dentro del catalanismo. La posible victoria de Maragall implicaría un cambio de hegemonía en este espacio que posiblemente acarrearía cambios en el PSC, lo cual, a su vez, afectaría a otras fuerzas políticas. Básicamente, impondría la necesidad de reafirmar su carácter catalanista y federal, casi olvidado en los inicios de los ochenta, y exigiría revisar sus relaciones con el PSOE, algo que no puede desvincularse del éxito de este último en las próximas elecciones generales. La clarificación interna y externa del partido, la eficacia en la acción de gobierno de la Generalitat, su compromiso con otra defensa de la identidad y la autonomía, y la capacidad de federalizar auténticamente España -no al modo del PSOE- determinarían si la mutación es simplemente episódica o por el contrario invierte definitivamente (sabiendo que nada es definitivo) la historia. Entonces sabríamos si cambiar ha sido realmente ganar.
Este escenario alteraría la situación de la coalición nacionalista, ubicada por primera vez en la oposición. También por razones obvias, aquélla debería hacer frente a la difícil cuestión de su liderazgo, hasta hoy hiperliderazgo, a los eventuales riesgos de fragmentación en CDC, a las espinosas relaciones entre los dos socios de la coalición, y a su relación con el Gobierno central en función de los resultados de las elecciones generales. De la resolución de todas estas cuestiones dependería que el nacionalismo moderado, que hasta hoy ha ocupado un espacio imprescindible en Cataluña, siguiera articulándose igual que ahora, o por el contrario, su expresión política fuera totalmente distinta.
Una nueva victoria electoral de CiU sería desde luego un hecho histórico (seis legislaturas consecutivas en el poder), pero la continuidad no estaría exenta de cambios. Los últimos mandatos de los líderes no suelen ser los más brillantes, y la perspectiva de un presidente gastado por más de 20 años en el poder, sin ideas ni personas nuevas, con una débil mayoría en Cataluña y una posición menos decisiva en España, podría dar lugar a una etapa de decrepitud, produciendo la sensación de fin de régimen. Ante este panorama, CiU debería emprender necesariamente cambios profundos en su personal, en su gestión y en su programa, sin los cuales es difícil imaginar que llegara a las siguientes elecciones con buena salud. Y en cualquier caso, debería irse preparando ante la auténtica mutación que vivirá la política catalana con la desaparición del pal de paller. Este segundo escenario también alteraría al PSC, cuya derrota tendría consecuencias internas que le obligarían a definir su identidad y sus relaciones con otras fuerzas progresistas y le impulsarían a preparar seriamente el auténtico recambio para el 2003.
En cualquier caso, las próximas elecciones al Parlament, sea cual sea el resultado, abren una etapa llena de cambios políticos en un contexto histórico de grandes transformaciones. Una etapa difícil pero estimulante, absolutamente decisiva para la Cataluña del próximo siglo.
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