Tablas, clase y cercanía

Lo primero a destacar de la nueva visita de Ana Belén a Barcelona es comprobar cómo el Palau se llenó: pocos artistas de su generación pueden conseguirlo hoy. Público ya entrado en años pero caluroso que respondió de forma emotiva a la declaración de principios que, así de entrada, espetó la cantante abriendo su espectáculo con Yo vengo a ofrecer mi corazón. La madrileña lo ofreció y en la sala lo recibieron con un entusiasmo que ya no decaería en las casi dos horas y media de espectáculo.

Lo segundo notable fue ratificar que el tiempo pasa pero Ana Belén mantiene intacto todo su encanto escénico. Esas tablas que precisamente el paso del tiempo va acrecentando, una clase nada impostada a medio camino entre el colegueo y el señorío y, sobre todo, una cercanía que rompe todas las barreras escénicas. Ana Belén canta y el escenario desaparece totalmente.

Vestida de un blanco impecable y acompañada por cinco músicos, entre ellos su hijo en los teclados, recorrió lo más emotivo de su repertorio deteniéndose especialmente en las canciones de su último disco pero dejando un amplio espacio para el recuerdo (desde El hombre del piano o Lía hasta El chivo o Contamíname).

En realidad, su trabajo más reciente ya incide directamente en el recuerdo, aquí en el de los hombres que le han influido. Por el escenario del Palau fueron desfilando canciones y anécdotas de Kiko Veneno, Aute, Sabina, José Alfredo Jiménez, Víctor Manuel, Pablo Milanés, Pedro Guerra, Miguel Ríos... No estuvieron todas las canciones del último disco pero casi y, la verdad, es que encajaron en lo que podía denominarse un grandes éxitos de la cantante-actriz. Un repertorio equilibrado y perfectamente seleccionado, de los que conducen irremediablemente a un final apoteósico. Éxito claro, rotundo y merecido.