El diván de Mafalda
Quino logró adentrarse en los sueños, vicios y virtudes que siguen caracterizando a la sociedad, a pesar de que su tira gráfica nació hace casi 60 años
Los adultos van a Mafalda como quien va al psicólogo. La leen y se psicoanalizan. Piensan y ríen. A veces piensan y enmudecen.
Los niños encuentran en Mafalda un modelo de rebelión contra la gobernanza doméstica (la sopa) y la planetaria. Cada niño tiene su aborrecible comida favorita y cada niño quiere salvar el mundo. Mafalda lo intentó antes que Greta Thunberg solo que con más sentido del humor.
Hay dos rasgos asombrosos en el universo de Mafalda que explican su éxito: sus personajes hablan para generaciones con pocas referencias culturales en común (entre los lectores de hoy se pueden encontrar desde niñas de nueve años a abuelos de 70) y sus personajes siguen hablando del presente desde el pasado. ¡El sueño erótico de cualquier editorial! ¡El perfecto crossover! Cierto que algunas cosas han envejecido en sus tiras (los pantalones de campana del hippismo, los transistores que daban malas noticias, el doscaballos de la familia o la caja registradora de la tienda del padre de Manolito), pero las preocupaciones que corroían a aquella niña solemne e inconformista siguen siendo las que inquietan hoy en día: la ecología, el feminismo, la democracia, la paz. Su vigencia tiene que ver en parte con la ética, algo que en 50 años ha cambiado menos que los televisores y el acceso a las noticias. La definición que Quino hacía de su compleja protagonista era simple: “Una niña que intenta resolver el dilema de quiénes son los buenos y quiénes los malos en este mundo”.
Lo que convirtió a Quino en un creador excepcional fue que su tira cómica ofrecía instrucciones de filosofía, consejos de sentido común y un manual para encarar la realidad con una mezcla de irreverencia, descreimiento y compromiso. Y, sí, también pesimismo. “Como siempre; apenas uno pone los pies en la tierra se acaba la diversión”. Una frase al vuelo, soltada por Mafalda mientras frena su columpio y cargada de todos los sentidos que quiera darle el lector. Una ducha de agua fría.
Quino dio a cada uno según su necesidad. A los soñadores les regaló a Felipe y a los materialistas a Manolito. En Susanita concentró toda la inquina: verborreica, egoísta, racista. Lo que decía ella hace medio siglo inmersa en una dictadura militar lo cacarean ahora en democracias asentadas: “¿No entendés que son pobres porque quieren?”. Supurando desilusión, Quino lamentaba en 1992 que la vida estaba dominada por los malos: “La verdad es que no queda ningún Felipe. Solo hay hijos de puta, como Susanita”. Casi nada de lo ocurrido desde 1992 permitiría especular con un cambio de opinión del dibujante.
La pandilla era pues un compendio de vicios, virtudes y sueños. Quino nos captó a todos como si hubiéramos pasado por su diván. Deseando ser rebeldes como Guille y ocultando la tacañería que compartíamos con Manolito. Con bajones de ánimo al estilo de Miguelito: “Yo, lo que quiero que me salga bien es la vida”. A ratos incluso tan esperanzados como Mafalda en esta tira en la que su madre se despide para ir a la compra.
—Voy al mercado y vuelvo. ¡No le abras la puerta a nadie, por más que llame, eh!
—Bueno.
—¡Mamá..! ¿Y si es la felicidad?
Babelia
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