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tribuna
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Nos honran los límites penales

Los plazos que la Constitución impone a las condenas de prisión se basan en valores que deben aplicarse incluso a los terroristas más sanguinarios

Lascuraín 14 10 2024
Eva Vázquez
Juan Antonio Lascuraín Sánchez

Nuestra Constitución democrática se asienta sobre determinados valores y entre ellos está, claro, el de la dignidad de todas las personas, “fundamento del orden político y de la paz social” (art. 10.1). Porque todos somos dignos e igualmente dignos entre todos decidimos por igual cómo nos organizamos. Es esa dignidad la que nos lleva a prohibir las penas inhumanas o degradantes y a prohibirlas sin excepción: “En ningún caso” se podrán imponer, remarca la Ley Fundamental (art. 15). Tampoco a los peores criminales como respuesta a sus crímenes horrendos, como lo fueron los de ETA. Por razones éticas de principio no nos permitimos la pena de muerte, ni las penas corporales, ni la cadena perpetua, ni las penas contra los familiares de los asesinos, por eficaces que pudieran ser cualquiera de estas medidas para prevenir los delitos.

Estos límites morales al castigo se aplican también a la duración de la pena de prisión temporal para que no devenga en inhumana y para que resulte posible la resocialización del preso, finalidad esta de la cárcel que también nos autoimponemos constitucionalmente (art. 25.2 Constitución Española). Nuestra convención ética tradicional situó esa frontera de la decencia en los 30 años, pero luego, en lugar de contraerse conforme al sentido histórico de humanización de las penas, se amplió a los 40 en el año 2003 para los casos más graves. Estos topes no lo son solo para la previsión de la pena por un delito —que desde el año 2015 se elevó a un discutible no tope con la prisión permanente revisable—, sino que operan sobre todo como un límite para la acumulación de penas por distintos delitos. El “cumplimiento efectivo de la condena” no podrá superar los 25, 30 o 40 años, según la gravedad de los delitos constatados, aunque “las penas se hayan impuesto en distintos procesos”, con una sola cautela que pretende evitar el cheque en blanco al delincuente: siempre que se trate de delitos cometidos antes de la fecha del enjuiciamiento del primero cuya pena se engloba (art. 76.2 Código Penal). Quizás no sobre recordar que el muy franquista Código Penal de 1973 tenía una regla similar de cómputo y limitación, y que el listón lo situaba en los 30 años.

Pensará el lector que este tipo de contención punitiva tiene costes en la disuasión del delito, pues nada arriesga el cruel terrorista que ya ha superado con sus delitos la pena máxima de cumplimiento. Eso es así. Tan así como lo es con la pena de prisión permanente revisable ya merecida con el primer delito, y como lo sería con la pena de muerte, y como lo es también con el tope que supone la propia muerte del penado que ya ha merecido una prisión superior a sus expectativas de vida. Es un precio que pagamos para no pagar el precio superior: el de traicionar nuestras convicciones éticas básicas. Para seguir siendo indudablemente los buenos frente a los muy malos.

Si de lo que se trata es de evitar una duración inhumana de la prisión, dará igual que las penas que se refunden las haya impuesto la Audiencia Provincial de Segovia, porque fue allí donde se cometió el delito, o la Audiencia Provincial de Ávila, y que las correspondientes condenas se hayan cumplido en los respectivos centros penitenciarios de cada provincia. Y debería dar igual si la condena se dicta en Burdeos porque el delito se cometió en Bayona y la cárcel se sufre en suelo francés. O en Tombuctú. La lógica humanitaria de la limitación no entiende de lugares, cosa bastante coherente además con una pena que consiste precisamente en la privación de lugar.

De ello fue consciente para su ámbito de actuación la Unión Europea cuando dictó su Decisión Marco 2008/675. En ella exige a los Estados que “se tomen en consideración las condenas anteriores pronunciadas en otros Estados miembros contra la misma persona por hechos diferentes en la medida en que se tomen en consideración las condenas nacionales anteriores” (art. 3.1). Esta imposición fue acogida con inicial entusiasmo por nuestro Tribunal Supremo, que procedió a su aplicación incluso antes de que la norma europea estuviese traspuesta a nuestro ordenamiento penal, en el sonado caso del etarra Urrusolo Sistiaga, primero sanguinario y arrepentido después (STS 186/2014). El Parlamento de entonces no compartió esa fidelidad al mandato europeo, que nos encaminaba además por la mejor senda constitucional, y bastante a regañadientes dictó la Ley Orgánica 7/2014, sobre intercambio de información de antecedentes penales y consideración de resoluciones penales en la Unión Europea. Que al impulsar la ley el Gobierno de entonces se sentía incómodamente empujado hacia un sitio al que no quería llegar lo reflejó en dos restricciones en la trasposición de la Decisión Marco: estableció que la acumulación de penas europeas no podía alcanzar a las dictadas después del momento de comisión de alguno de los delitos sentenciados en España (art. 14.2) y, la madre de la batalla parlamentaria actual, dispuso que tampoco resultaban acumulables las condenas dictadas en un Estado miembro antes del 15 de agosto de 2010 (disposición adicional única), como si solo tan mariana fecha en tan redondo año pudiera abrir las puertas de la contención punitiva humanitaria.

El penúltimo capítulo de la serie ya lo imaginarán ustedes: la aplicación de esta ley, limitadora de la limitación, llegó enseguida al Tribunal Supremo. El pleno de la Sala de lo Penal, no sin debate (seis votos discrepantes de los 15 magistrados), optó por aplicarla sin cuestionar ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea su compatibilidad con la Decisión Marco (STS 874/2014). Y el último capítulo lo conocen con saturación: al hilo de la tramitación de una reforma general de la Ley Orgánica 7/2014, el 18 de septiembre el Congreso aprobó por unanimidad una enmienda de Sumar, publicada el 26 de junio de 2024, de supresión de la mencionada disposición adicional, relativa a la vigencia temporal de la ley. Por cierto, que la misma unanimidad concurrió para la supresión de la otra limitación a la acumulación punitiva europea, la del artículo 14.2.

De la bronca parlamentaria actual que rodea la supresión de los límites a la acumulación europea llaman la atención varias cosas al estupefacto ciudadano. De unos y de otros. Respecto a quienes la sustentan, que apenas defiendan con vigor la razón humanitaria de la reforma, absolutamente compatible con la prioritaria reparación y protección de las víctimas, y que apenas subrayen la irrazonable desigualdad que supone inaplicar una regla de limitación de la cárcel por un factor temporal arbitrario (¿por qué sí a los delitos cometidos el 15 de agosto de 2010 y no a los cometidos unas horas antes?). Y respecto a los detractores, que los muchos diputados y diputadas que se oponen a la reforma pero que la aprobaron en el Congreso aleguen inadvertencia respecto a lo que votaban. Y que forme parte del argumentario para tal oposición quiénes puedan ser los impulsores últimos de la reforma. Las leyes son justas o injustas per se, en su objetividad, con los parámetros de justicia que postula la Constitución. Las proponga Agamenón o su porquero.

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