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Duelo
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Mantener vivos a los abuelos que se fueron

Cuando los niños llegan y los mayores de la familia mueren, más que mantener vivo un recuerdo imposible nos esforzamos en construir uno: el de una figura familiar, un personaje que siempre está ahí

Lo único de lo que nos alegramos cuando la abuela falleció es que vivió lo suficiente para conocer a Candela.
Lo único de lo que nos alegramos cuando la abuela falleció es que vivió lo suficiente para conocer a Candela.fotostorm (Getty Images)
Sergio C. Fanjul

Pronto hará dos años desde que murió mi madre, solo unos meses después de que naciera mi hija. He pensado en ella cada día, he pensado en ella más que cuando estaba viva. He pensado en ella más que cuando, en los sanos días frenéticos, llamaba por teléfono y no la atendía porque estaba absorbido en mil tareas que entonces parecían importantes. Cómo cuesta percibir lo esencial de la vida. Pero viene la muerte a ponernos en nuestro sitio.

He pensado en mamá, sobre todo, estando con Candela. La alegría que da cada una de sus incipientes bromas, de sus pequeñas canciones, de las palabras que va conquistando con espíritu dadaísta, se mezcla con la tristeza de que mamá no pueda asistir ya a los prodigios. A sus casi tres años, Candela tiene cierto parecido con su abuela: no sé si es un parecido objetivo o uno que yo le otorgo, pero da igual: el caso es que se parecen. Candela tiene algo de la forma del rostro de mi madre (que tenía cara de niña), y algo de su sonrisa, y hasta hemos detectado algún gesto, aunque no sabemos si los gestos espontáneos forman parte de la herencia genética. Pero da igual: el caso es que los tiene. Aunque ver a Marisa en Candela sea más una voluntad que una evidencia, el caso es que la vemos. ¡Hasta tienen un peinado parecido!

Cuando conocimos la injusticia cósmica del adenocarcinoma buscamos el lado bueno de las cosas. Y, claro, nos costó encontrarlo: ¿qué tiene de bueno un cáncer? Lo único de lo que nos podíamos alegrar es de que mamá hubiera vivido lo suficiente como para conocer a Candela. Fue un rato corto, pero suficiente para morirse sabiendo que otra generación la sucedía, y que su recuerdo perviviría en ella, con un poco de suerte, aún después de nuestra muerte. La última muerte es el olvido, por eso los humanos tendemos a desear la transcendencia, pero es muy difícil escapar a esa última muerte en la memoria del mundo.

Candela, sin embargo, era muy pequeña para conservar hoy un recuerdo de su abuela. De modo que nos hemos esforzado no tanto en mantener vivo un recuerdo imposible, sino en construir uno: que en la mente de Candela la figura de su abuela, “la abuela Marisa”, sea una figura familiar. Le hablamos mucho de ella. Le enseñamos fotos y le explicamos que era bailarina y que la quiso mucho. Cuando vendimos su coche rojo, contemplamos a través de la ventana cómo la grúa lo arrastraba, en un día lluvioso asturiano muy propicio a la melancolía, y desde ese día Candela se acuerda del coche rojo de la abuela Marisa, ese coche donde vivimos tantas aventuras, que ahora se llevaban por la calle Covadonga, y que nunca iba a volver.

Cuando Candela me ve trabajando en el ordenador, escribiendo textos como este, se sube a mi regazo y me pide que le enseñe fotos de su abuela, porque tengo una carpeta en el escritorio que ojeo cuando la echo de menos. Ahí hay imágenes en blanco y negro de mi madre, muy moderna, en los años setenta: la pata de elefante, la raya en el ojo, la melena azabache. Esas gafas de sol que casi cubren toda la cara. Hay fotos de la edad de oro de su compañía de danza, el Joven Ballet Contemporáneo, en los ochenta y noventa. Y alguna foto juntos, ella y yo, en alguna boda que no recuerdo. ¿Por qué nos hicimos tan pocas fotos? También algunas con Candela, cuando estaba ya enferma, muy flaca, pero con una belleza tenaz que la acompañó hasta al final. Candela se reconoce a su lado, como un bebé pequeño, retozando en la cama.

Lo más curioso es que Candela nunca pregunta dónde está la abuela Marisa (y eso que pregunta todo el rato dónde está todo el mundo), y no nos obliga a decirle que no está en ninguna parte, y que eso es estar muerto. Es muy raro, es como si supiera algo, es como si supiera que Marisa ya no pertenece a este mundo y que no tiene sentido buscarla entre las cosas que lo forman. Candela no sabe qué es la muerte, esa es la inocencia de los niños, que no saben que somos seres finitos. Candela habla de Marisa como si fuera un ser inmanente o un personaje de ficción, como si estuviera ahí, en alguna dimensión paralela, presente y ausente al mismo tiempo. Como Mickey Mouse.

Un día, jugando sobre la alfombra con los 22 arcanos mayores del tarot Visconti-Sforza, apareció el Arcano 13. Habíamos sacado el Mago, el Colgado, la Papisa, la Templanza, la Rueda, y entonces salió la Muerte, la única carta que no lleva nombre. Candela, después de mí, pronunció por primera vez la palabra muerte. No sabía qué era eso, se rio, se quedó tan tranquila y sonriente, y enseguida se dio cuenta de que en la carta se veía un esqueleto.

- ¡Mira, e-queleto! ¡Mira, e-queleto!

Eso fue todo. Algún día, espero que lejano, tendremos que explicarle cómo funciona todo esto. Aunque nosotros tampoco lo sabemos.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.
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