El servicio público de justicia: una promesa incumplida
Hoy, algunos años después, podemos concluir no sin pesar que el proyecto se ha quedado en un proyecto
El gran proyecto político en materia de Justicia del Ejecutivo de Pedro Sánchez fue la consolidación en nuestro país de un auténtico servicio público de justicia en el que la eficiencia (procesal, organizativa y digital) fuese su motor de funcionamiento. Un proyecto ambicioso que planteaba reformar los esquemas de relación entre ciudadanos y órganos, redefinir la planta judicial y su esquema o, también, dotar al ordenamiento jurídico de herramientas procesales para agilizar la tramitación de los asuntos.
Hoy, algunos años después, podemos concluir no sin pesar que el proyecto se ha quedado en eso mismo: en un proyecto.
Ni abogados, ni procuradores, ni jueces o letrados de la administración de justicia podemos valorar las bondades de las reformas impulsadas por el Gobierno porque, sencillamente, estas reformas se han quedado en la letra de la ley del BOE, ausentes de todo impulso ejecutivo y, por supuesto, sin la inversión presupuestaria que sería precisa para cuestiones tan importantes como la digitalización o la potenciación de nuevas oficinas.
El Ministerio de Justicia, y con consciencia de lo que vendría después, también el Parlamento, han vuelto a exhibir fuego de artificio sobre una cuestión —la Justicia— que ni se encuentra en la agenda pública ni tampoco parece preocupar excesivamente a los partidos políticos; excepción hecha, por supuesto, de las utilizaciones parciales y puntuales en asuntos, ordinariamente, de la jurisdicción penal.
El Real Decreto-ley 5/2023, el 6/2023 o el Proyecto de Ley Orgánica de medidas en materia de eficiencia del servicio público de justicia (actualmente en tramitación parlamentaria) son herramientas normativas o propuestas de estas que nacen o nacerán sin auténtica eficacia práctica, es decir, jurídicamente muertas.
Pongamos el ejemplo del desarrollo prometido de las medidas de eficiencia digital que hoy, casi un año después, no se ha cumplido y, por tanto, impide la aplicación práctica del Real Decreto-ley 6/2023. Seguimos a la espera sabiendo que, probablemente, este desarrollo duerma, por mucho tiempo, el sueño de lo (in)justo.
Ni los profesionales, ni los operadores públicos, ni desde luego los ciudadanos y las empresas nos merecemos una actividad legislativa que se agota en sí misma, que no compromete presupuesto público y que termina generando una inmensa desconfianza en las políticas pública que han de velar por la aplicación de la legalidad y el mantenimiento del Estado de Derecho.
Desgraciadamente, como ocurre casi siempre, los colegios de abogados, las asociaciones de jueces u otras entidades asociativas no censuran todo lo que sería preciso esta inacción política, esta pasividad de legislación vacía, de compromisos huecos. Y ante la falta de queja los incumplimientos se apilan con la misma velocidad con la que cada mes se incrementan los índices de registro de litigiosidad. Los números dan vértigo.
Tal vez nada cambie, pero si algo debe hacerlo no es la ley, sino los compromisos reales con hacerla cumplir. Pareciera que hemos caído en el hechizo de la prosa legislativa, y todos o casi todos sabemos que las leyes no son nada si no hay personas dispuestas a aplicarlas.
Al final es la voluntad. En este caso, una inexistente y ruidosa falta de ella.